El Reinado de Dios es un tema de las Escrituras judías que Jesús de Nazaret tomó como clave de su predicación.
Los antiguos profetas, los Salmos, los visionarios en épocas de persecución: todos sueñan y atisban una intervención pronta de Dios para regir los destinos del mundo. Las grandes potencias tiranizan a los pequeños territorios, como Judá. Las luchas por el poder salpican a los habitantes y traen violencia e inseguridad en las ciudades y en las zonas rurales.
Los mismos dirigentes de los pequeños territorios son, a pequeña escala, como los grandes emperadores que conducen enormes ejércitos: el poder, a cualquier precio. La búsqueda del poder en los grandes lleva consigo la multiplicación de la injusticia entre los pequeños.
Este es el gran grito de los creyentes de la historia de Israel: la justicia; frente a las potencias extranjeras y frente a los dirigentes de su propio territorio. Un grito que es compartido por todos los pueblos de la historia de la humanidad.
El anhelo del Reino de Dios se multiplica cuando aprieta la injusticia. Por eso, cuando más difíciles son las cosas para los pobres, cuando los creyentes ya no ven ninguna salida, cuando el tirano parece tener todos los caminos a sus pies, se atisba, inminente, la llegada del Reino. ¿Cómo va a esperar Dios más? ¿No hará justicia a los que le gritan?
Cuando Jesús de Nazaret empezó a predicar el Reino y a realizarlo con sus milagros y forma de vivir, los pequeños de Israel, los pecadores y los tratados con injusticia, se llenaron de esperanza. La dinastía de los Herodes tendría los días contados, la influencia de la tiranía de Roma sería superada, los dirigentes judíos corruptos serían apartados… Jesús sube a Jerusalén: el fin está inminente, la justicia de Dios ya ilumina desde el horizonte. Pero Jesús de Nazaret fue crucificado por aquellos que detentaban el poder: Roma y el Sanedrín se aliaron para acallar una voz que había llenado de esperanza los caminos de Israel.
¿Serán mentiras las promesas de Dios y sus profetas? ¿O habrá que esperar a otro que las cumpla, que traiga la justicia definitiva a nuestra tierra?
¿Habrá Dios querido decir que su Reino es cosa nuestra, que la justicia nos toca a nosotros construirla? Él, a lo sumo, ayudará desde lejos…
¿Deberemos buscar en el mensaje de Jesús las claves para construir una nueva sociedad, las motivaciones firmes para descubrir la esperanza y luchar por el futuro? Las Escrituras nos han dejado su testimonio de vida y su mensaje claro: ¿son esas las herramientas con las que hemos de restaurar la justicia? ¿Es suficiente? ¿O nos pasará lo que a él, que seremos derrotados por el pacto entre Roma y el Sanedrín?
No podemos comprender el mensaje de Jesús sin la cruz de Jesús; no podemos comprender y vivir sus palabras sobre el Reino sin su presencia resucitada. La clave principal de nuestra esperanza no está en un mensaje, sino en una persona. Por eso, él nos invita a la paciencia y al esfuerzo, a sembrar con esperanza. Él lucha con nosotros para extender su victoria en todos los rincones del mundo, pero con sus herramientas, sus tiempos y sus claves.
“Habrá muchos que os intenten engañar y quieran conduciros hacia el Reino por atajos, de uno u otro signo. No les hagáis caso; no tengáis miedo ante las dificultades: todo eso tiene que suceder primero”.
No podemos construir el Reino sin el Rey: él es nuestro Rey y ya reina entre nosotros de forma misteriosa y firme. A diferencia de los antiguos profetas, no luchamos para que llegue: luchamos porque ya ha puesto su tienda entre nosotros, porque hemos visto la luz de su justicia y nos hemos entregado a extenderla, con él, entre todos los hombres.
Cuando la injusticia aprieta, el rostro del Crucificado que vive nos devuelve la esperanza para seguir sembrando. En su nombre.