Entre las “circunstancias” que nos toca vivir, este domingo se nos proponen dos bien importantes: nuestros bienes y nuestro tiempo.
La relación del hombre con sus bienes es uno de los signos más claros de libertad y madurez. Diferentes escuelas filosóficas y religiosas a lo largo de la historia han reflexionado y aconsejado sobre la difícil tarea de gestionar los propios bienes para no quedar ahogados por ellos. También la Biblia habla, y mucho, de esta dimensión; también lo hizo Jesús de Nazaret. De hecho, el consejo evangélico de la pobreza es el resumen de la actitud que Jesús propone al discípulo ante los bienes de la vida.
Somos cuerpo, carne, criaturas necesitadas de vivir alimentándose del exterior; solo Dios puede ser completamente pobre, porque él lo es todo. Necesitamos, por tanto, los bienes exteriores para subsistir, los necesitamos para llevar a cabo nuestros sueños y para relacionarnos con el mundo y con los demás. El problema está, como siempre, en que aquello que es un bien se puede convertir en una dificultad.
La vida no depende de los bienes
¿Cuál es la relación sensata y madura, humana, con los bienes que nos rodean? Una cosa aparece clara: “La vida no depende de los bienes”. Hemos de distinguir entre lo que la persona es y aquello que tiene. Necesita tener, pero no se limita a aquello que tiene. Muy a menudo, confundimos esta diferencia y juzgamos a los demás solo por aquello que poseen, aunque sean bienes intelectuales o espirituales. Cuando el tener se convierte en la clave de la vida la persona se resiente y se oscurece su verdad. ¿No es esto lo que está ocurriendo en nuestras relaciones mediáticas y, por desgracia, también en nuestras relaciones personales más cercanas?
La libertad personal necesita esa distancia entre sujeto y posesiones. A menudo, es necesaria la pobreza, la pérdida, para poder descubrir la belleza de la persona. No existe el amor sin pobreza, porque el amor no se dirige a las cosas, sino a las personas. Todos conocemos procesos preciosos donde el cuerpo y sus posesiones han ido envejeciendo –se puede perder hasta la belleza exterior– pero ha seguido creciendo el amor. “Amar las cosas” es pervertir el verdadero sentido del amor. Las cosas se necesitan, se aprecian, se utilizan al servicio de los demás y de la propia vida, pero el amor es un misterio entre personas.
Tampoco resulta fácil la relación del hombre con su tiempo. Nos lo recuerda el Salmo: “Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato”.
Personas que se aburren
Es muy habitual encontrar a muchas personas, más quizá en verano, que “se aburren”. Es muy normal esta actitud entre los adolescentes, tengan la edad que tengan. En el otro extremo, vemos a muchas personas estresadas, viviendo a toda velocidad, con más tareas que vida para llevarlas a cabo. En ambos casos, ¿no tenemos una relación incorrecta con el tiempo? ¿Quién nos ha educado para gestionar nuestro tiempo, siempre limitado y nunca homogéneo, de manera que vivamos con paz y alegría nuestros días?
Sujetarse a lo real es una de las claves de la educación: también el tiempo forma parte de esa realidad en la que tenemos que aprender a vivir. Nuestra condición temporal es, tal vez, el signo más claro de nuestros límites; pero también es el mejor regalo para aprender a vivir; es, tal vez, la realidad más espiritual de cuanto nos rodea. El tiempo es la clave del amor.
Buscar de forma obsesiva “tener tiempo”, acumular vacío de tareas es, probablemente, uno de los signos más claros de egoísmo y de vacío en la vida.
Quien quiera ganar su tiempo, lo perderá
Educarse es aprender a ordenar el tiempo, vivir en el tiempo con intensidad, dar tiempo a las cosas importantes, regalar tiempo a aquellos que amamos. También aquí se cumple el axioma evangélico: “Quien quiera ganar su tiempo, lo perderá; el que entregue el tiempo por amor, lo encontrará” ¿Encontraremos, algún día, todo este tiempo que hemos regalado por amor, aumentado, en la futura eternidad?