Y es ahí cuando la ausencia se nos agarra a la tripa y nos remueve las entrañas, subyugados a lo que fue, o a lo que pudo ser, o al recuerdo de otro tiempo. Y entonces sólo queda andar el mismo camino que ante cualquier otra tiranía: la revolución y la subversión. Y en este caso que sea izando la más importante de las banderas: la del Amor. Y eso eras tú, Conchi, Amor puro y verdadero por lo que hacías y por la honestidad.
Habíamos congeniado, teníamos cosas en común y yo me sentía honrado de que hubieras sido tú la que me diera mi primera oportunidad en el periodismo. Y mira que te mandé correos, Conchi. Y todos contestados con una sonrisa, con buena cara y con buen tono. “Yo te doy las horas que necesites, ni te preocupes”. Porque así eras, potente, visceral. O eso me has dejado ver. Un torbellino, un huracán, un alma que marca, con el poso de quien ama lo que hace. Un buen amigo de ambos me dijo: “Si vas con Conchi estarás bien”.
Y sí, he estado bien. Hasta que ayer cuando llegué temprano a la redacción y Tana me dijo lo que había pasado dejé de estarlo. Qué tonto fui de no contestarte el martes. De no darte las gracias por tus palabras y por tus consejos en ese audio. Y recuerdo cuando me dijiste que ya hablaríamos de mi futuro, pero que los buenos periodistas tenían que estar en los medios… No te dolían prendas de mostrarle cariño a la gente y de decir lo que se hacía mal, y lo que se hacía bien. Como me dijiste: “Yo digo lo mismo que tu abuela, las cosas bien hechas, bien parecen”.
Ahora miro tu foto, en el silencio de la redacción vacía en este día después, en un editorial de cabecera titulado “Pasión por la belleza”, y qué manera tan bonita de definirte. Porque te gustaba la vida bonita, y así lo transmitías. Hablabas tú en esa pieza de que la belleza es el “pellizco que llega desde el pecho” sin saber que te estabas definiendo a ti misma, porque dabas todo lo que tenías dentro de ti y provocabas ese pellizco en los demás.
Ojalá y poder ofrecerte mucho más que esto. Ojalá y haberte conocido muchísimo más. Ojalá que esas conversaciones de cine, de música, de literatura o del periodismo -el veneno que nos envenenaba- no hayan sido un disparo de nieve, precioso, pero efímero.
Sólo puedo decirte que ojalá y hacerme digno de ti el resto de mi vida. De tus palabras, de tus gestos y de tu confianza. Porque eso es lo que me has dejado y lo que me has dado: la confianza de saber que puedo valer para esto. Y te prometo que lo pelearé todos los días de mi profesión. Ya te dije que sólo tenía el objetivo de demostrarte y de demostrarme. Espero haberlo hecho, Conchi. Que Dios te tenga en la Gloria, que yo ya te tengo en mi corazón para siempre.