No es fácil distinguir, a menudo, entre un creyente y un no creyente. Es difícil, incluso, en nosotros mismos saber distinguir entre la dinámica de la fe y los momentos que la dificultan. ¿Cuándo somos más creyentes, en qué circunstancias vivimos con más coherencia la fe?
En el cristianismo existe un dato objetivo que nos clarifica: el sacramento del bautismo. Son cristianos aquellos que lo han recibido, aunque sean malos cristianos; no son cristianos aquellos que no han sido bautizados, aunque sean buenas personas. Es verdad que el bautismo no nos lo da todo: necesitamos que el Evangelio sea sembrado en nosotros, necesitamos acoger la Palabra, convertirnos y creer; pero el bautismo marca un cambio radical en nuestra condición. ¿Qué significa este sacramento para que nos configure de forma tan profunda?
Lo que vemos en un bautizo es un conjunto de ritos exteriores cargados de simbolismo: la unción con aceite, en el pecho y en la cabeza, el agua que es derramada tres veces sobre nuestro cuerpo, la vestidura blanca, la luz de la vela. Sin explicación, estos símbolos pueden ser realizados como mero ritual vacío en quienes los reciben: es importante que los expliquemos de forma pausada y los celebremos con autenticidad; pero tampoco esto sería suficiente. El bautismo no nos transforma porque el agua nos moje, o porque nos regalen una vela; pero tampoco nos transforma porque nos expliquen lo que significa y lo que implica ser lavados con agua o recibir la luz en nuestras vidas. La fuerza del bautismo no proviene solamente del signo, tampoco de la conciencia que tenemos de la importancia de esos signos: la radical potencia del bautismo viene de la presencia de la Palabra y del Espíritu de Dios en el corazón del rito.
Cuando Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán, los cielos se abrieron y se produjo un doble fenómeno: el Espíritu desciende en forma de paloma y la voz del Padre resuena sobre las aguas. Esta sigue siendo la clave de nuestros bautizos: Dios se compromete en ellos y baja hasta nosotros.
Gracias al Espíritu y a la Voz, quien recibe el bautismo es transformado desde el fondo de su existencia: se convierte en hijo de Dios y discípulo del Hijo, deja que su carne sea tocada por el misterio de la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret. A partir del bautismo nos convertimos en “carne espiritual”, sellada para la resurrección, disponible a la Palabra.
Es cierto que, en la mayoría de los casos, existe un profundo desajuste entre la realidad y la conciencia de esa realidad. El niño es demasiado pequeño para ser consciente de ello y los padres y padrinos, a menudo, tampoco viven su bautismo de una forma que puedan transmitir en el futuro esa profunda conciencia a sus hijos.
Dios va siempre por delante, es cierto, pero en el bautismo sucede que nosotros vamos demasiado por detrás. La Iglesia, en todos sus esfuerzos pastorales, creo que no ha conseguido cambiar esta dinámica de muchos bautizos vacíos de Voz y de Espíritu, de futuro, vacíos de Dios y de eclesialidad, al menos en apariencia.
Pero hay algo que nos hace esperar: Dios no falta a la cita; la realidad sigue estando, en cada bautizado. Tendremos que aprender a surcar caminos que nos hagan estar un poco a la altura de ese misterio, de acudir a la cita de Dios en el agua de nuestros hijos y su nacimiento a la fe; tenemos que aprenderlo todos: padres, padrinos, catequistas, sacerdotes.
Lo más importante está ahí, el milagro sucede, la dimensión real e invisible, eterna, del misterio está presente. Se trata de poner lo que falta por nuestra parte: en ese momento, antes y, sobre todo, después.
Necesitamos personas que, como Juan Bautista, nos acompañen al Jordán y nos introduzcan en el misterio.
Este domingo es tiempo propicio para agradecer el regalo de nuestro bautismo y para preguntarse sobre sus frutos en nosotros.