Tengo vivo el recuerdo de la camisa blanca, como bandera purísima cubriendo el cuerpo agigantado del poeta, recibiendo la luz que le buscaba; que allí, en la mañana de finales de junio, en la valdepeñera A-7, leía Federico Gallego Ripoll –más bien levantaba frente al mundo– el poema que defiende, como si de una fortaleza asediada se tratase, tanto el valor honrado como la virtud necesaria de la palabra. Bien lo recuerdo. Como recuerdo que él, un poeta manchego en la lejanía mallorquina, tuviera el detalle de nombrar por su nombre, uno a una, una a uno, a todos aquellos que en Ciudad Real se afanan en el oficio de la palabra poética. Sabe que no es la poesía un ejercicio solitario, ni de exhibicionismo, sino un lugar de encuentro (lo tiene dicho). La poesía es un río común que espera, caudal en donde cabe bañarse y aportar nuestro vaso. La poesía es palabra con todos.
Viene el próximo viernes, 10 de este diciembre, Federico Gallego Ripoll a su Manzanares natal. Viene, lo trae escrito, para decir que “Cada palabra vale su peso en oro,/ su sombra en oro,/ su sueño en oro”. No tenemos otro instrumento los hombres para construirnos, para saber de los abriles y las cosas pequeñas, para anidar en las curvas horcajas del árbol y salvarnos de los exilios. Viene, tras la tralla existencial que supuso “Las travesías”, con un libro que recorre las veredas del sosiego, de las preguntas en quietud, de los presentimientos ante el último absoluto. Viene con un libro que habla de los árboles, con los árboles, desde los árboles, y en donde la metamorfosis constante busca el ideal de la íntima confusión entre lo vegetal y lo humano: “Por qué no pensar que al fin seremos árboles,/ por qué no desearlo,/ por qué no confiar en la misericordia del destino”.
Viene a presentar “Jardín botánico”, viene a traer papel tintado con una emocionante aventura poética. Y valiente. Y libre. Federico, que escribió ha tiempo el memorable “Los poetas invisibles”, que se ha mostrado siempre libre de espurios compromisos editoriales, que ha caminado solo en este tipo de decisiones, lo continúa haciendo. Viene ahora de la mano de una iniciativa no solo independiente, sino romántica: su texto ha sido editado por “Cuadernos de la Errantía”, promovido por Raúl Nieto de la Torre y en edición cuidadísima de Javier Gil Martín. Edición, curioso, que omite en la cubierta rótulos de título y autor. Audaz, atrevida, seria. Esta será su primera presentación, aunque en Cuenca pudimos escuchar la lectura de alguno de sus poemas (para el recuerdo la impresionante de “Laberinto y bosai”). Luego lo será en el Café Comercial de Madrid, cuyas paredes guardan su recuerdo, el de la lectura de noviembre de 2019. Para finalizar recorrido en su Palma residencial.
“Jardín Botánico” contiene 50 poemas. Uno levísimo y profundo para la introducción al que titula “(Propósito)”: “Yo quiero ser feliz/ como el árbol que tiene/ tierra justa para crecer…”, y que avisa de los siguientes distribuidos en siete estancias de siete poemas. Tal vez sea uno de sus libros más puros. Federico nos tiene acostumbrado a levantar su garganta desde voces ajenas, hablando desde otros, desde lo otro, y siempre atento a la belleza del discurso y su modo de mostrarse. Jamás la pureza aséptica, sino la contaminada por el paso y el peso del hombre, por las sombras del árbol que vela su sueño y su conciencia. Impresiona su capacidad para salir de sí y buscar, sabiendo y declarando “que nada que no sea pleno me lleva en su escritura”. Poeta de altos paisajes, de luz entrelazada, cierra el libro con el poema “Alegato”, que tanto me concierne, y en donde deja explícita su voluntad de concilio, esa que nace de la renuncia a lo que estorba y de la aceptación de cuanto importa: “No sé vivir sin cuatro cosas simples/ sin luz, sin aire fresco/ sin lluvia en primavera y sin sol en verano”. Federico.