También hay llanto en los relatos bíblicos de la Pasión, también hubo lágrimas en la primera Semana Santa, la que dio origen a todo lo que somos. Nos fijamos en tres personajes que derramaron lágrimas en aquellos días cuya memoria celebramos.
Las mujeres de Jerusalén. Lo recordamos en una de las estaciones del Viacrucis. Las mujeres lloran por Jesús y su dolor: no puede con la cruz y se encamina a una condena que no merece. El todopoderoso Hijo de Dios suscita compasión en los seres humanos, en aquellas que tienen sensibilidad ante los sufrimientos del inocente.
Pero Jesús corrige sus lágrimas, les invita a cambiar el motivo de su dolor: existen causas más graves para lamentarse y llorar. Las mujeres deben llorar por ellas y sus hijos, por su pecado y su camino sin futuro. El dolor de Jesús está habitado por la misión, por el Padre, por el futuro de la resurrección; pero, ¿quién habita el dolor de aquellos que no esperan, que solo viven para sí mismos? La condena de Jesús nos obliga a mirar la mísera condición de nuestra sociedad autosuficiente, que está llevando al suplicio al mismo Dios.
La Semana Santa
Para esto debería servir la Semana Santa, esta Semana Santa: nuestras familias son dignas de compasión, nuestra sociedad se debate en la desesperanza, nuestros hijos se han llenado de placer y han perdido el rumbo. ¿Cuántos aprenderan, en estos días, a mirar de otra manera, desde Dios, desde el Crucificado, nuestras vidas erradas?
Un segundo llanto lo encontramos en Simón Pedro, en el patio del palacio del Sumo Sacerdote. Es jueves, de noche: Jesús está dentro, afirmando su condición de Hijo y siendo condenado por ello; Pedro está fuera, negando su condición de discípulo para no ser perseguido por ello. Había seguido de cerca al Maestro, quería estar a su lado hasta el final, pero no fue capaz: sus miedos le hicieron renegar del Amigo.
Cuando se da cuenta, Pedro sale del palacio y llora amargamente, le duele su traición y se convierte. ¿Cuántos discípulos llorarán en estos días por su propio pecado, por tantas veces como han negado a su Maestro? Muchos de los que salimos en público a profesar nuestra devoción en estos días, negamos nuestra condición de cristianos en el trabajo diario, en el círculo de amigos, en nuestros comportamientos sociales… en la misma familia. Muchos que se revisten de religiosidad en estos días se quitan el traje de creyentes durante el resto del año. ¿No deberíamos llorar, como Pedro, porque traicionamos al Amigo, porque negamos a aquel que nos llamó y nos avergüenza que nos consideren de los suyos, de su familia, miembros de su Iglesia?
Llanto de la Pasión
El tercer llanto de la Pasión es el de Jesús mismo, lo cuenta la carta a los Hebreos: en Getsemaní, el Hijo ofreció lágrimas y llanto a Aquel que podía librarlo de la muerte; y fue escuchado.
Jesús llora porque la obediencia a la voluntad de Dios rasga su propia voluntad humana. Cuesta beber el cáliz de la fe, la hora de Dios nos echa para atrás, su voluntad no coincide con la nuestra y es duro luchar para que venza él en nuestras vidas.
Es un poco egoísta llorar solo por nuestros sufrimientos. Las lágrimas deben ir mucho más allá, están llamadas a ser signo doloroso de nuestra condición de convertidos y de hijos de Dios; de hombres y mujeres que buscan, ante todo, el Reino de Jesús y rezan con verdad en el Padrenuestro la petición de Jesús en la pasión: “Hágase tu voluntad”.