Para quienes hemos superado hace ya tiempo el medio siglo, muchísimas son las cosas que hemos visto cambiar de forma sustancial durante estos años. La mayoría de ellas, consecuencia del enorme desarrollo tecnológico y científico, han servido para hacer de nuestras vidas algo más práctico, cómodo y amablemente humano.
El avance en medicina por ejemplo, unido a la calidad de vida, ha procurado que podamos estar presentes por más tiempo en este complicado mundo. Pero no han sido únicamente estos logros lo que hemos visto pasar ante nosotros. Las modas, costumbres, el uso mucho más extendido de bienes y servicios entre la ciudadanía…han cambiado de manera radical el estilo y manera de enfocar la vida, incluso me atrevería a decir, el sentido de esa vida.
Si echamos la vista atrás y memorizamos el pasado, quienes se encuentren en estas cotas de edad, convendrán conmigo en que hemos asistido a varias etapas marcadas por filosofías muy distintas; las dos o tres últimas en no más de quince años, precipitadas sin duda por la revolución de las comunicaciones y muy especialmente por ese antes y después que se llama Internet. La rueda, el motor de explosión, el teléfono…e internet.
Si nos centramos ahora en los valores exclusivamente humanos, el cambio ha sido si cabe aún mayor. Parece evidente que esta civilización ha apostado por un mundo tecnificado, concreto y tangible, material, positivo y estético, rentable a corto plazo cuan “máquina tragaperras”, valorando de manera casi exclusiva lo inmediatamente útil, considerando imprescindible aquello que es tangencial, innecesario y superfluo, dejando en la cuneta de manera peligrosamente frívola los saberes humanísticos, filosóficos, éticos, morales, mediatos, las ideas más profundas, etiológicas, primigenias, en definitiva, todo aquello relacionado con lo abstracto y espiritual. Pero dicho esto, si algo ha cambiado en la idiosincrasia del hombre de hoy hasta el punto de ser casi eliminada de su hoja de ruta existencial, esta es la actitud de espera.
Desde cualquier punto del planeta
En una civilización donde podemos saber de un hecho casi al mismo tiempo que acaece, en la que pulsando una tecla accedemos a la adquisición de un determinado bien desde cualquier punto del planeta donde estemos por recóndito que sea; en la que desde un ordenador o móvil podemos saber de inmediato cualquier dato que nos interesa…esperar tiene poco o ningún sentido.
Una de las grandes preguntas que hoy se hace el hombre con frecuencia es ¿Esperar para qué? Ciertamente que la espera innecesaria no tiene sentido. Pero existen situaciones, escenarios, sucesos, acontecimientos, logros, que son producto de una necesaria e inevitable espera, e intentar acortarlos supone, no culminarlos o conformarse con sucedáneos.
La espera está relacionada con todo aquello que necesita un tiempo de preparación, esfuerzo y también ilusión por conseguirlo. La espera es siempre un periodo de afianzamiento, madurez e interiorización con respecto a algo o alguien, que deja una huella prolongada pues acaba configurando y marcando determinados aspectos de nuestras vidas.
Echar raíces en ideas y comportamientos
La espera así mismo supone echar raíces en ideas y comportamientos, algo necesario para nuestro equilibrio emocional. Esperar nos educa en ser pacientes y serenos, que quizá por eso, por la incapacidad de soportar la espera, hoy nos hemos vuelto mucho más irascibles e intransigentes, cuando paradójicamente buscamos ser más tolerantes; precisamente la espera nos proporciona la paz y tiempo de confianza en los demás, necesarios para llegar a ser mejores personas.
La espera activa, en fin, es fundamentalmente momento y tiempo de ilusión por algo que va a suceder o por Alguien que está por venir. Este es precisamente el significado del Adviento.