La razón resulta muy sencilla y es que estos apelativos, alias o remoquetes son producto de una inmediatez que no se da en las poblaciones con un mayor número de habitantes; las relaciones entre los vecinos carecen en lugares más grandes de la frecuencia que suelen darse entre aquellos que viven en núcleos de población más pequeños.
En nuestros pueblos se conocen desde antaño y al hilillo las historias de todas las familias, se mastica y saborea lo que allí ocurre convirtiéndolos por tanto en unas grandes casas donde en lugar de estrechas calles adoquinadas existen a modo de grandes pasillos asfaltados. En los pueblos todos saben quién es quién, todo el mundo se conoce por fuera y por dentro también, aunque bien es verdad que desde hace unos años la comunicación y la emigración los ha convertido en espacios más abiertos y vacíos.
En los pueblos, el neófito, antes de ser bautizado en la pila bautismal y serle impuesto el nombre de los padres, abuelos o de algún tío soltero, nacía ya con el “renombre familiar”, el apodo con que el vecindario identificaba a la familia. “Los de…han tenido otro muchacho”; y desde ese momento el nacido llevaba ya sobre su cabeza el “alias” referido.
Bautismo laico
Los apodos siempre han sido como un bautismo laico, un marchamo que los vecinos imponían sobre las familias o individuos, bien por algo que un día dijeran, algún hecho les ocurriera o por alguna característica o defecto físico. El mote también ha tenido un sentido práctico pues a la hora de referirse a alguien por su nombre, dilatando así el tiempo para identificarle con el que además en el pueblo algunos coincidían, se atajaba la referencia diciendo, ha sido “boca tubo”, “cara palo” “pecho hueco” o los de “la cascarilla” por ejemplo y en un flash, aparecía la identidad del aludido.
“Un apelativo que imprimía tanto carácter que más de un vecino a la hora de referirse a alguien no sabía su nombre de pila, solamente el apodo. Un alias, que el sujeto que lo llevaba, asumía con toda naturalidad, con la misma naturalidad que lucía su palmito aunque desde fuera resultara a veces algo entre ridículo y ofensivo.
Sin embargo y esto lo rubricarían los aludidos, nunca los motes en los pueblos fueron objeto de enfrentamientos o malestar. Al fin y al cabo con lo que se nace es con lo que se vive y se vive además de la manera más natural del mundo. Las ofensas son otra cosa.