Otra parábola que también ofrece un final abierto es la de la higuera estéril, típica del evangelista san Lucas, como la del hijo pródigo: “Un hombre tenía plantada una higuera en su viña; fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué ha de ocupar inútilmente el terreno?’ Pero él le respondió: ‘Señor, déjala por este año todavía. Mientras tanto, cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante: y si no lo da, la cortas” (Lc 13,6-9).
En este caso, quien debe cerrar la parábola no es la higuera, que simboliza al pueblo o al creyente que, por no dar frutos, merece ser cortada, como dirá también Jesús en el evangelio según san Juan hablando de los sarmientos. En este caso, quien debe llevar adelante la parábola es el propietario de la viña: ¿escuchará la sugerencia de su viñador y tendrá paciencia, un año más, con su higuera?
En el texto anterior Jesús ha hablado de conversión. Por tanto, una de las claves de esta parábola es la higuera, que debe dar frutos de conversión si no quiere ser cortada. Pero hay algo más profundo y previo: el acento no está en la higuera, sino en el reto que se lanza al propietario; un reto que no brota tanto de la higuera y su esfuerzo por cambiar su dinámica hacia la fecundidad: el reto proviene del viñador. No se trata solamente de pedir paciencia hacia la higuera, sino de comprometerse en hacer algo para que la higuera dé frutos.
¿Qué significa ese año más que se le concede a la higuera? ¿Qué significan esos cuidados de cavar y abonarla? ¿Quién es este viñador que, sin ser propietario, se compromete con la higuera?
Al principio del evangelio, Jesús leyó un pasaje del profeta Isaías que resultaba programático para toda su misión. Ese pasaje terminaba así: “El Espíritu me ha ungido… para anunciar el año de gracia del Señor”. El año de la higuera va en la misma dirección: se trata del año que, según san Lucas, dura el ministerio público de Jesús. Él ha venido a ser trabajador incansable entre los árboles que no daban fruto. A diferencia del profeta Jonás, Jesús no amenza con la destrucción para convencer a la ciudad de Nínive sobre la necesidad de la conversión: Jesús es el profeta que se compromete ante Dios, el dueño, para trabajar por la higuera, por la ciudad, por cada uno de los pecadores, de los árboles que no acabamos de dar fruto.
En esta perspectiva, la conversión adquiere una nueva significación: no es fruto del miedo por la amenza inminente de la destrucción, sino llamada a despertar desde un amor que se compromete por nosotros.
¿Acogerá el dueño la propuesta del amable viñador? ¿Comprenderán los oyentes el amor de Jesús de Nazaret que compromete su vida a favor de la higuera? Entre el propietario y el pecador se sitúa una nueva variable: ha llegado alguien dispuesto a darlo todo para que la higuera no sea arrancada; el pecador no está solo ante Dios, el futuro no depende solo de su trabajo y sus esfuerzos por dar fruto: alguien lo está cuidando.
La conversión es posible porque existe un diálogo de amor entre el Propietario y su Hijo que hablan de su terreno, de sus criaturas, de sus pecadores hijos que deben despertar y abrirse a ese diálogo para poder dar frutos. “Un año más”, el tiempo de la gracia: mereceríamos ser cortados, dejar de ocupar un sitio y agotar el terreno en la preciosa viña del dueño de todo; pero una voz se ha levantado en nuestro auxilio, unas manos se han comprometido a trabajar por nosotros, por mí.
Sabemos bien la respuesta del dueño de la viña. Pero, ¿comprenderán los oyentes? ¿Habrá fruto, después de tanto amor y tan delicados cuidados?