Recuerdo cuando era niño aquellos veranos en Villa Lérida (hoy Parque Chapas), donde rodeado de mi amada familia, amigos queridos que pasaron por allí, mis primeros perros, como el inteligente pastor alemán Cid, y Larry, que después de varios meses perdido, me encontró por la calle, exaltado de alegría. Y más tarde, la buena de Dina… Y mis primeros gatos como Steward y Manola, la negra gata que sabía abrir puertas, y más tarde Copito de Nieve (la caza ratones) y Chundarata, la sorda gata blanca de un ojo de cada color. Hubo también un canario, en la habitación de la plancha y más tarde Zeus y Afrodita, dos enamorados periquitos azules. También había peces de colores en el estanque de la recordada huerta al lado de la vía del tren, cuyo pitar, hoy se recuerda como algo bello.
Pero no es de estos seres vivos a los que quiero dedicar ahora aquellos años en que me fascinaba con cualquier cosa, en las primeras impresiones de mi vida. Aunque mi memoria llega a visualizar aquéllos intrusos que andaban sigilosos por el crepúsculo, como aquel sapo que salió de una alcantarilla de desagüe, o aquella gran tortuga errante que no supimos de dónde saldría. Lo que realmente encontraba curioso eran aquellos seres tan pequeños y de extraordinaria belleza. No eran intrusos, vivían con nosotros, entre los cipreses y olmos de nuestro jardín, entre las acacias y rosales que conformaban el seto, y en el huerto junto a los almendros. Estaban entre la tierra y las piedras, en las aguas del estanque y las acequias. Apenas tendría cuatro años cuando empecé a interactuar gracias a mi buscada abstracción, con mis primeros amigos; una mariquita (ladybag en inglés) y una “cucaracha de campo” (realmente era un escarabajo “tenebris”, muy pacífico, con élitros atrofiados). A ambos quise ayudarlos por encontrarse en apuros. A la mariquita fue un desafortunado accidente debido a que casi me siento encima de ella en el borde del jardín y me dio un ataque de llorera imparable, que mis hermanos mayores me consolaron proporcionándome una caja de zapatos para poder curarla. En él había un cubito de esponja de unos dos centímetros de lado como cama, una chapa de refresco de cola (extracto de zarzaparrilla azucarada con agua carbonatada, como me gusta decir) como mesa, y otra chapa de “fanta” al revés, con agua para beber. También había un minúsculo trocito de queso u hojas, para poder comer, y así poder curarse de sus heridas. El mismo trato lo tuve con la cucaracha, pues aunque no me guste intervenir en la Naturaleza, vi injusto y cruel, que las hormigas se la llevaran estando todavía viva.
También me llamaron mucho la atención los “insectos bola” (cochinillas), realmente crustáceos de tierra, que formaban una esfera cuando los tocabas. Los caracoles me parecían supergraciosos cuando les tocabas los ojos-antena después de la lluvia, junto al arcoíris, aunque se acercara septiembre con la amenaza del “cole”, eran momentos mágicos y espectaculares. Aunque muchos hacían daño al huerto, como los escarabajos de la patata, llamaban la atención su color negro y amarillo que tanto a la Naturaleza le gusta combinar, como a la mariposa “chupaleche” y a las atrevidas avispas.
Éstas no resultaban amistosas, y tuve mi peculiar guerra con ellas en el estanque, ya que estaban monopolizando todos los accesos a las fuentes de agua. Pero puse fin a la última batalla cuando me asombró la tenacidad con la que podía estar una avispa bajo el agua, en una ramita que yo sumergía. Al final me apiadé de ella y empecé a respetar a todas ellas, en su fin militar como tropas imperiales de “Stars War”, siempre y cuando no tuvieran avisperos cerca de la casa. Ésto es una forma de control. Exterminio no es la clave, todos necesitamos nuestro espacio y derecho legítimo a existir, en convivencia.
No tiene sentido irse al campo, trayéndose un trozo de ciudad. En todo caso, deberíamos traernos un trozo de campo a la ciudad, como las ciudades-jardín, un modelo arquitectónico a seguir que tuvo su moda. Es absurda la idea de irse a zonas rurales, solando todo el jardín con baldosas, en vez de que el suelo transpire y dé sus frutos locales. Poner un muro de hormigón en vez de un seto vegetal para que los pájaros puedan albergar sus nidos y comer sus frutos. Es todo cuestión de voluntad en que seamos menos egoístas y dar las gracias por tantas cosas que nos rodean. No tener tanto miedo y aliarnos con la Naturaleza. La seguridad y la salud radica en el sentido común, no en el dinero que inviertes en ella.
Una cosa que me gustaría recalcar, son los fitosanitarios, las “pastillas” para el bienestar de nuestros parques y jardines, que mantiene alejados la biodiversidad de artrópodos que veíamos antes en nuestra infancia, y que hacía mágica las observaciones por nuestros senderos. Y como dijo Nietche, “lo que no mata, te hace más fuerte”, y éso es la respuesta de la Naturaleza, las plagas, un montón de insectos de una sola o pocas especies. Quizá tengamos que esperar a que otros países más desarrollados que nosotros, encuentren una forma de control biológico más rentable.
Me gustaría dedicar este artículo a nuestro entomólogo, presbítero y sabio, de Alcolea de Calatrava, Jose María de la Fuente, que supo confinar su amor por estos seres, ya que apuesto que entendía muy bien el respeto y sentido de la vida, y cuyo monolito, está ubicado en un rincón de los jardines del Parque Gasset.
*Ambientólogo