Las lecturas dominicales del final del año litúrgico y de los comienzos del Adviento son bastante similares: su temática fundamental es el final de los tiempos. La diferencia está en el cambio de ciclo y, por ello, de evangelista. Este domingo seguimos leyendo el evangelio según san Marcos; dentro de un par de semanas, cuando comencemos el Adviento, daremos paso al evangelio según san Lucas.
Tres ideas podemos subrayar en el evangelio de este domingo, tomado del discurso escatológico de Jesús en san Marcos.
En primer lugar, la importancia de las palabras de Jesús: el cielo y la tierra, todo lo que vemos, está llamado a desaparecer, a ser transformado; sus palabras, en cambio, permanecen para siempre. Esta firmeza de la palabra de Jesús hace posible nuestra fe: nos afianzamos más en sus promesas que en la misma realidad de la creación o en los acontecimientos de la historia. En su palabra confiamos, a pesar de las contrariedades de los tiempos.
Esta palabra de Jesús es la misma que hizo posible el mundo en el comienzo de los tiempos y, por ello, es también la que conduce el mundo hacia su meta y lo restaura. La creación está firme en la Palabra de Dios y la historia se encamina con verdad hacia la salvación.
Esta afirmación de la definitividad de la palabra de Jesús también sirve, en el contexto del discurso escatológico, para que creamos la realidad del final de los tiempos, aunque no parece llegar, porque nos fiamos del anuncio de Jesús. Vivimos pendientes de lo definitivo porque, como María, hemos creído que se cumplirá aquello que nos ha dicho el Señor.
En segundo lugar, Jesús deja claro que, en este final que llega inexorable, nadie puede controlar la hora, nadie sabe el momento exacto, ni siquiera los ángeles o el mismo Hijo del hombre. La hora definitiva es irrupción de la gracia, fruto de la libertad de Dios. La apocalíptica cristiana no es mecánica, fatídica, fruto de la necesidad. La historia del mundo no la gobierna el destino, sino una persona con libre voluntad, alguien que ama y que lo planea todo para nuestro bien.
Si esto es cierto, nos mienten aquellos que dicen saber el día y la hora, o el año en que va a llegar el final de los tiempos. El creyente se fía de la palabra de Jesús, no de los agoreros que quieren sembrar el miedo o controlar la historia y al hombre.
Vivimos los tiempos finales: sabemos de su inminencia, pero no tenemos control sobre ellos, vivimos también en una cierta inseguridad; esta doble perspectiva crea en nosotros actitudes de vigilancia y confianza a la vez.
En tercer lugar, es posible que el mensaje fundamental de Jesús en su discurso escatológico esté en el cambio de perspectiva con que el creyente está llamado a vivir la angustia del tiempo final. Se multiplican los desastres, las guerras, las epidemias, los signos en el cielo y en la tierra: es hora de tinieblas para el mundo; en el corazón de estas tinieblas, el creyente ve luz, porque todo esto es signo, como cuando brota la higuera, de la llegada inminente del fruto, de la cercanía del Señor de la historia, del Amigo que nos ha redimido.
Llega el tiempo del cumplimiento de la promesa. Los dolores del mundo, por tanto, no son enfermedad terminal, sino dolores de parto, alumbramiento de una realidad nueva y gozosa. Allí donde todo el mundo solo ve desastre y oscuridad, el creyente ve la presencia de aquel que nos hizo las promesas.
Vivimos, por tanto, fiados de su palabra y pendientes de su presencia: la fe sostiene la esperanza.