Madre o madrastra… siempre Valdepeñas

Hablar o escribir sobre emociones y sentimientos es harto complicado. El respeto o el pudor para reflexionar sobre determinados temas suponen un freno para expresar opiniones que no molesten, que no hieran a los demás o a uno mismo, sobre todo, porque pueden ser malinterpretadas. Y, sin embargo, como he escrito en ocasiones anteriores, este ejercicio no debe aplazarse eternamente, es una terapia necesaria; una exigencia para despejar recelos sobre las emociones primarias o del instinto que son difíciles de explicar.

He dudado en escribir sobre mi relación con Valdepeñas, ciudad siempre en mi mente y que me provoca sensaciones opuestas y contradictorias, inquietud que necesito aclarar conmigo mismo y con mis paisanos.

La ocasión me vino al pelo. Hace unos años volví a bajar a Valdepeñas (se entiende bajar cuando nos desplazamos del norte al sur, aunque la altitud de la meseta sea casi constante). Pues bien, aproveché aquella visita para asistir a una exposición sobre el 150 aniversario de la llegada del ferrocarril a la ciudad. Hablaba el alcalde de los diferentes pasos subterráneos que se habían inaugurado y que han abierto la ciudad hacia el oeste. Y decía bien, porque hasta hace relativamente poco tiempo teníamos muy poca comunicación con la “capitaleja” (que dice el profesor Casarrubios). Valdepeñas eje de paso norte sur no daba demasiada importancia a las salidas por el Campo de Montiel o por el de Calatrava, quizás porque hasta ahora no había sido necesario para el desarrollo de la ciudad.

La diáspora de los valdepeñeros era siempre prioritariamente hacia el norte y el ferrocarril, el medio más utilizado. En los inicios de la década de los setenta, Valdepeñas no podía ofertar los suficientes puestos de trabajo para las generaciones que se incorporaban al mundo laboral, un problema que permanece a pesar del paso del tiempo. Algunos privilegiados se iban a estudiar lejos de la ciudad, otros, los más osados o ingenuos optamos por la emigración interior a otras grandes ciudades del país. Urbes como Madrid, Barcelona o Bilbao asumían el éxodo de la población rural y la difuminaban en el anonimato lógico de cualquier metrópoli.

Actualmente la globalización está de moda, por eso, eludiendo asumir su procedencia algunos se auto-califican como “ciudadanos del mundo”. Pero yo siempre he reivindicado mi origen, mi pueblo, el lugar donde he nacido y donde he tenido las primeras experiencias vitales. Acontecimientos y vivencias que sucedieron en lugares reconocidos. Acogedoras calles, plazas y plazoletas, eras y colegios, todo era cercano y accesible, acomodado por un ritmo vital que penetra sin darnos cuenta en nuestra identidad formándonos como personas.

Y de repente te haces adulto y debes elegir sobre un supuesto futuro mejor, con mayores expectativas, porque tu tiempo avanza inexorable y la ciudad donde vives no ofrece más posibilidades. Había que dar un paso al frente renunciando a la seguridad que te ofrece la familia para empezar otra nueva etapa.

Y yo no sabía si quería volar, pero me empujaron. Ajeno y anónimo, indefenso, lejos del lugar donde has experimentado esas primeras emociones que te marcarán durante toda la vida, el olor a mies o a hierba recién cortada, a mosto fermentando en octubre.

Esa elección obligada y dolorosa de irme lejos fue el origen de mi enfrentamiento ficticio con la ciudad, en la que no podía desarrollar mi futuro, pero a la que siempre estoy deseando volver.

Cuando retornaba en tren siempre me bajaba serio, incómodo y molesto, enfadado con la población donde nací, abatido por un sentimiento de repudio inexplicable, triste e incapaz de asumir la belleza arquitectónica que ofrece la estación de Renfe.

¿Pero cómo puedes enfadarte con una ciudad? ¿Cuáles son los motivos para rechazarla? Un amor-odio que es una afrenta, un sentimiento recóndito de rechazo inexplicable del que no es fácil prescindir. Un pensamiento difícil de argumentar, máxime, cuando el ente que compone la ciudad es difuso. A poco que razonemos, es imposible que el colectivo de personas que constituyen una población pueda tener una opinión unánime de aceptación o de rechazo sobre alguien particular, un vecino que ya no es, que solo conocen unos pocos y, cuando el único dato cierto que le vincula con todos es, el haber nacido en el mismo lugar.

La idealizaba en la distancia con un sentimiento platónico y, sin embargo, me costaba volver físicamente a Valdepeñas, una ciudad que sentía me era hostil, aunque solo fuese una invención mía.

Quijote
Escultura de El Quijote de Valdepeñas / Lanza

Insatisfecho e incómodo, este amor-odio es una fuerza opuesta que solo la puedo concebir con las palabras del poeta: Mi soberbia era, es, de furioso amor a mi suelo (Juan Alcaide). Pero no me considero único al confesar este desencuentro con Valdepeñas. Pascual Antonio Beño que también fue un colaborador habitual en la prensa regional y que tuvo una relación epistolar con Gregorio Prieto, observa que también el gran dibujante expresaba su zozobra ante su amor-odio con Valdepeñas. Después también él supo apaciguar esa actitud y volver para pasar sus últimos años en el lugar donde nació.

Como nunca perdí la relación total, viaje tras viaje, por tren o carretera, con sosiego,  y lentamente volví a reconciliarme con ella. Para eso fue necesario volver a la Feria, a la Semana Santa, a las Fiestas del Vino o desplazarme ocasionalmente algún fin de semana.

Vuelve ahora el recuerdo de mi primer artículo publicado en prensa el 3/9/1993 en el desaparecido “Canfali”, un texto que se titulaba: “Desde la distancia, recuerdos dulces de mi ciudad”, un ejercicio nostálgico sobre lugares desaparecidos o a punto de desaparecer que tanto influyeron en mí y que servían para acercarme de nuevo a Valdepeñas.

Ahora asumo con naturalidad la dualidad de sentimientos que me producen Valdepeñas y la ciudad donde resido, por eso nunca dejo de cantar las excelencias del lugar donde viví mi infancia y adolescencia. Sus Fiestas del Vino, sus museos, sus vocablos e incluso la verborrea de sus políticos, son motivos suficientes para expresar su dimensión frente al anonimato y la rutina del lugar donde habito.

Cuando surge la ocasión trato de recomendar a mis conocidos una visita a la ciudad del vino para contarles in situ sobre mis orígenes, hablarles de su historia, de sus héroes y los grandes hombres que ha dado nuestra ciudad y que todos conocemos, hacerlo degustando sus excelentes vinos en animada tertulia.

En esos viajes de ida y vuelta a veces vuelvo feliz y cargado de energía tras el encuentro con los amigos. Otras, vuelvo cansado y abatido, porque algo no salió bien o no me sentí cómodo, decepcionado porque las expectativas no se cumplieron, sin saber qué o quienes tuvieron la culpa.

Aunque siempre me he sentido atado a mi tierra, reconozco las ventajas de ser un desconocido, un anonimato que es la consecuencia normal del alejamiento físico. La distancia me ofrece la suficiente libertad para observar sin pasión y con objetividad el ritmo de la ciudad y su evolución.

A la vez, me produce desasosiego el no reconocer a casi nadie de los vecinos que pasean por sus calles y, sólo cuando voy al cementerio donde ya reposan muchos de los míos, la visión de viejas fotos en las lápidas me ayudan a reconstruir el pasado.  Nombres, caras y apodos que formaron parte de aquel tiempo vivido allí.

Y vuelven otra vez las dudas sobre la fuerza de las raíces y la querencia a una ciudad que hace mucho tiempo me dejó o me obligó a marchar. Y vuelve a surgir la pregunta de siempre: ¿Puede una ciudad ser madre y madrastra a la vez? No lo sé, mi relación amor-odio con ella ya está serenado … Siempre Valdepeñas.

 

 

Rafael Toledo Díaz

 

 

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