El tiempo de Adviento se abre con una promesa de esperanza que le profeta Jeremías se atrevió a pronunciar muchos siglos atrás: cuando llegue el heredero de David el pueblo estará en paz, habrá justicia y derecho en la tierra y todos vivirán tranquilos. “Llegan días en que cumpliré la promesa” dice el profeta en nombre de Dios.
¿Cuándo se han cumplido sus palabras, cuándo ha llegado esa hora de justicia y paz en que reina la tranquilidad como tónica del pueblo de la alianza? ¿Acaso con Jesús de Nazaret y su predicación del Reino?
Pero Jesús, este domingo, pronuncia una profecía de angustia, locura, miedo y ansiedad en medio del mundo. ¿Habrá que seguir esperando todavía para el cumplimiento de las promesas? Parece haber una profunda contradicción entre las lecturas bíblicas. ¿Cómo comprender estas diferencias que parecen insalvables?
Algunos dividen el tiempo en dos momentos muy distintos: el futuro inmediato tendría que ver con el sufrimiento y el miedo; hay que aguardar con paciencia la llegada de la justicia y la tranquilidad para tiempos futuros más lejanos.
Pero también es posible que la justicia se esté adelantando al presente, que la paz se puede encontrar en estos tiempos de vorágine. Es posible que el Rey de la paz, que llega desde el futuro, haya tomado posesión ya de nuestro presente.
De hecho, en sus palabras de calamidad, Jesús invita a sus discípulos a mantenerse en pie: la liberación está llegando. Esa es la postura: mantenerse en pie.
En las celebraciones eucarísticas se suceden cuatro posturas principales en los fieles: sentados, arrodillados, de pie y en camino. La comunidad se pone de pie para comenzar la celebración, para recibir al presidente que llega, en nombre de Cristo. Más tarde, cuando se canta el Aleluya, también se pone en pie la asamblea: llega Cristo mismo en forma de palabra, en la proclamación del Evangelio. Un poco antes de la consagración, la comunidad vuelve a ponerse en pie: llega el Señor bajo la forma del pan y del vino.
Ponerse en pie, por tanto, expresa una postura espiritual que representa dos actitudes: estar presentes, sin miedos, disponibles; y levantarse ante el Señor que llega: dignidad y recibimiento, acogida y valentía. De las dos posturas, que implican una actitud ante los tiempos y una forma de estar ante el Señor, prevalece la segunda.
El creyente afronta los tiempos con el arrojo de quien se pone en pie, no tanto por valentía propia ante las dificultades que se multiplican, sino porque llega su Señor, el Señor de los tiempos, el dueño de este mundo de contradicciones. La postura erguida es espera antes que valentía, es cariño ante el que llega más que seguridad propia. La esperanza frente al mundo es fruto de la confianza en Jesús.
Las promesas del profeta Jeremías, por tanto, se van cumpliendo ya en nuestros días: es posible vivir la tranquilidad y la justicia porque el futuro se está adelantando; porque, cuanto más bravos se ponen los tiempos, más resplandece el poder de la misericordia.
“A ti, Señor, levanto mi alma”. En el corazón de la asamblea, rezamos con el Salmo: no es solo el cuerpo quien se pone en pie: también el alma se levanta como signo de súplica a quien todo lo sabe y lo gobierna. Estar de pie es, por tanto, levantar también el alma y, por ello, es signo de oración, de mirada al verdadero centro de lo real. La oración es el alimento de la esperanza; el alma en pie, levantada ante el Señor, es la posibilidad de mantener el cuerpo erguido: porque llega el Rey y porque los temores se van disipando.
Los creyentes de oración son personas de esperanza. Los temores y tristezas, a menudo, son signo de una deficiente oración: cuando el alma se adormece nuestro cuerpo y nuestra dignidad no se mantienen en pie.