Una de las máximas que pretendo mantener cuando valoro el paso del tiempo es reafirmar que: “Nunca tiempos pasados fueron mejores, sólo diferentes”. Pero a veces, atrapado por la nostalgia de la memoria, magnifico recuerdos de la infancia y los primeros años de mi juventud vividos en Valdepeñas.
Esto me pasa siempre cuando se acerca la Feria de Agosto, porque mi Feria particular está sobrepasada y pertenece a la década de los sesenta y setenta del pasado siglo. En aquellos años, todavía austeros, la fiesta significaba romper con la rutina y la monotonía de la ciudad, una festividad del calendario entre la recogida de la cosecha del cereal y el anuncio de una próxima vendimia.
Rememorando el pasado, uno quiere creer que en aquel tiempo los ritmos eran más lentos entre las celebraciones anuales y, sin duda, “La Feria” era la fiesta más importante al llegar el verano. Puede sorprender ahora, pero el turrón era un dulce puntual y exquisito en aquellos días, me refiero al típico turrón de cacahuetes y una variedad de turrón blando con trozos de frutas, además de garrapiñadas y almendras dulces para los más golosos.
Una multitud de puestos de juguetes y golosinas flanqueaban las dos aceras del Paseo de la Estación. Entremedias, algún carromato de helados artesanales de la familia Bernabeu, popularmente conocidos por “Los Valencianos”. Aquel recorrido del “Paseo” era para la chiquillería de aquellos años un pasaje de la tortura, porque agarrados de la mano de nuestros padres se nos iban lo ojos detrás de aquellos juguetes llenos de colorido, pero inalcanzables a las economías domésticas de aquel tiempo. Para nuestros progenitores la ilusión por un juguete nuevo apenas importaba pues había prioridades más importantes que cubrir o, al menos, eso nos querían hacer entender. En nuestras mentes infantiles se desarrollaba un debate entre la ilusión y la resignación, dando como resultado una frustración que marcó a toda una generación.
La Feria empezaba con el desfile de Gigantes y Cabezudos y, sobre las doce de la noche del 31 de julio, llegaba el tradicional espectáculo de luz y ruido al que siempre hemos llamado popularmente “La traca”. Después, en el descampado situado muy cerca de la estación de Renfe, estaban todas las atracciones, justo en la entrada, los fotógrafos invitaban a montar en sus enormes caballos de cartón piedra. De aquel tiempo dan fe las fotos antiguas de jinetes infantiles tocados de sombrero cordobés con cara de susto o de alegría, según el caso, posando en aquellos inestables rocines. Después, el ruido y el bullicio del carrusel, la noria y el tren de la bruja, atracción ésta que sigue inalterable en las actuales verbenas, el látigo era lo más novedoso de la época y, casi siempre, el circo.
Los años pasaban y se negociaba la hora de vuelta a casa. Empezábamos a ir detrás de la chicas, pues el método tradicional de ligar era perseguir y dejarse apremiar entre el bullicio de la fiesta. Además, las hormonas adolescentes invitaban a conseguir entradas para ver el espectáculo del “Teatro Chino de Manolita Chen”, cuyo rutilante colorido de las bombillas de sus rótulos invitaban a descubrir un mundo prohibido.
Aquellos recuerdos son importantes porque la ilusión de aquel tiempo no es comparable con el concepto de ocio y entretenimiento actual. Había tantas carencias que la Feria significaba lo “más” y la esperábamos con delirio, porque apenas había otra cosa. Ahora todo es distinto, porque en cualquier momento y echando mano al monedero o la visa, la diversión siempre es accesible.
Los espectáculos taurinos siempre tenían su importancia en la Feria. Los vecinos hacían un esfuerzo económico por acudir al coso para ver la realidad de la Fiesta, a la habitual “charlotada” con el Bombero Torero y la banda del Empastre solía acudir un público más femenino e infantil. Algún empresario local, fingiendo generosidad, solía conformar a sus empleados regalándoles la entrada de los toros pero, a la vez, les despojaba de la obligada paga doble del 18 de julio.
Más tarde, cuando el espacio físico de la Feria del Vino se hizo pequeño, el recinto ferial se trasladó al Parque Cervantes. En las décadas de los ochenta y noventa, los que tuvimos que emigrar vivíamos la Feria de otra manera, lejos de nuestra ciudad volvíamos en aquellos días de verano a casa de los padres u otros familiares. Los protagonistas de la diversión ya eran nuestros hijos, el nivel económico había cambiado y los nietos disfrutaban de la generosidad de los abuelos que, al pasar de los años, se habían vuelto magnánimos tratando de compensar tiempos pasados.
A la vuelta y de recogida era posible comerse un pollo asado con patatas fritas y ensalada en el “Trotes”. En aquellos años ya visitaban en concierto los mejores artistas de nuestro país, quedando atrás los espectáculos de los Cantaores en el Cine Parque de verano.
Después, el crecimiento de la ciudad obligó a reubicar el recinto ferial trasladándolo a las afueras y para llegar hasta la zona de “La trilladora” se impuso el coche, teniendo que acondicionar aparcamientos. En esta época ya se empieza a notar el declive de la Feria, los vecinos disfrutan de las vacaciones y se marchan a la playa. El consistorio da un giro en sus políticas y empieza a darle mayor presupuesto a la Fiestas del Vino que, poco a poco, van relegando a la Feria.
Desde hace tiempo se han vuelto a producir otros dos traslados del ferial. Parece que fuese rotando por todos los extremos de la ciudad, pero los cambios de ubicación no terminan de acomodar la popular Feria de Agosto, una celebración que decae año tras año porque la diversión se encuentra en cualquier momento y lugar.
Si por casualidad visito Valdepeñas y coincide con los días feriados, mi divertimento ahora es muy diferente. Alejado del bullicio y el ruido estridente de las músicas de la verbena, suelo reunirme con amigos en alguna plácida terraza y allí, conversar animadamente evocando aquella Feria de mi infancia y juventud, una Feria resumida en palabras claves como: turrón, tómbolas, berenjenas, carrusel y, algunas veces, circo.