Se me viene a la mente la palabra “Tristeza”, por los millones de personas que nos estamos viendo impedidos de disfrutar de nuestra familia, amigos –éstos últimos, los de verdad, siempre los consideré familiares en realidad- e incluso, me atrevería a decir que de nuestro trabajo, cuando éste es vocacional, como es el caso de la mayoría de docentes, gremio al que pertenece el arriba firmante.
Impotencia, por no poder hacer más de lo que podemos, aun reconociendo fervientemente el ejemplo que estamos dando en el 99,9% de los casos como sociedad confinada, cuando nuestros hábitos de sociabilidad son mucho más fuertes que en otras culturas.
Tragedia, la que están viviendo decenas de miles de familias por partida triple; en primer lugar por perder a nuestros seres queridos; en segundo por no poder despedirnos de ellos debidamente, negándonos la oportunidad de dar el últimos adiós, ese que hace que el dolor se atenúe, aunque sea levísimamente, sin saber muy bien porqué; y en última instancia, por la manera de ver la muerte acercarse y de sucumbir a ella, solos, sin la compañía de los que más queremos y nos quieren.
Y ahora vamos al lío.
Aunque se me ocurrirían muchos más adjetivos para describir esta situación, por último me referiré a las autoridades chinas. No al pueblo chino -bastante tienen los pobres por haber nacido en un país de régimen dictatorial anclado en unas normas que van 75 años por detrás de las occidentales- sino a quienes rigen sus designios. Una clase dirigente que ha demostrado tanto su ineptitud como su crueldad a la hora de tratar a sus ciudadanos (¿recuerdan Tiananmen?).
No se trata, por supuesto, de señalar, insisto, al pueblo chino como causante de esta situación. Sin embargo de confirmarse que la cifra oficial de fallecidos en el foco inicial de la pandemia supone menos del diez por ciento de la real, el mundo entero debería pedirle cuentas a los dirigentes del gigante asiático. No por ser el origen de la pandemia, sino por ocultar datos que habrían ayudado a frenar su terrible expansión.
Hoy, domingo 5 de abril, las autoridades chinas siguen manteniendo que su número de fallecidos no llega a 4.000 en un país de 1.395.380.000 habitantes (España no llega a los 47 millones y reconoce, a día de hoy, 12.418 muertos). No obstante, algunas informaciones han indicado que en las funerarias chinas de la zona de Wuhan se podrían haber repartido los restos de, al menos, 40.000 fallecidos por coronavirus, si bien nadie puede confirmarlo, ya que la entrada a estos centros está prohibida a los informadores.
Aunque en este momento lo importante, lo vital, es ayudar a las víctimas de esta situación, no dentro de mucho alguien debería pedir responsabilidades. En este caso no estamos hablando de lo intolerable que supone que en el siglo XXI no haya libertad de prensa –la cual, por supuesto, no es permitida por las autoridades chinas- u otros derechos que muchos damos por supuestos pero que distan mucho de ser universales en ciertos países; estamos hablando de una crisis de magnitud incalculable a nivel mundial, en lo económico y en lo afectivo, que va a afectar y, en último término, acabar con la vida de cientos de miles de personas, y que, a buen seguro, se podría haber minimizado de haber hecho las cosas debidamente. Pero claro, ¿quién le pone el cascabel al gato chino? De confirmarse las sospechas, alguien debería hacerlo. Todos deberíamos hacerlo. ¿No creen?