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20 abril 2024
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No está loco, está solo

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De repente visualicé la única foto de aquel tiempo en la que estamos todos juntos / Lanza
Rafael Toledo Díaz / VALDEPEÑAS

El verano fue demasiado largo y tedioso, sin una sola tormenta que llevarse a la boca y sin ninguna noticia relevante. Sólo la sequía y los incendios forestales consiguieron ocupar mi atención, cansado de tantas otras cosas, aburrido total. Por eso, celebré la llegada de la nueva estación.

Cómo otras tantas tardes desde que había empezado el otoño, bajé al bulevar para dar un paseo. El otoño es mi estación preferida, armoniza y encaja con mi carácter y, sobre todo, con mi estado de ánimo. Esta época nunca me defrauda. El frío y el viento que empezaba a soplar aquel atardecer despejaban mi cabeza, llevándose a otros lugares las malas ideas, los malos rollos y las pesadumbres cotidianas. Es un problema cavilar demasiado. Al final, los problemas se resuelven solos o son irresolubles, llegando a la conclusión de que nada puede hacerse, sólo dejando que pasara el tiempo esperando. Y eso estaba haciendo, esperar.

Aquella tarde andaba despistado, abstraído en mis ideas como casi siempre y no presté atención al requerimiento.

Al pasar justo al lado de la caja de ahorros, alguien me llamó, repitiendo mi nombre con insistencia. Volví la cabeza y, ante mi inseguridad, me preguntó: ¿No te acuerdas de mí? Durante un momento, que debió ser demasiado largo, busqué y rebusqué en la memoria tratando de recordar quién era.

Ante mi indecisión, él se anticipó diciendo otra vez: ¿No me conoces? Soy Alberto. Tuvieron que pasar unos largos segundos para que buscase en mi retentiva esa cara, ese rostro envejecido. Un instante para acoplar nombre e imagen, para retrotraerme más de treinta años, para volver a los felices últimos de los setenta de mi juventud, de nuestra juventud.

De repente visualicé la única foto de aquel tiempo en la que estamos todos juntos. Es un retrato de estudio que ya estará descolorido y que hace mucho tiempo que no veo. Encima de aquella tarima posamos con aquella pinta, arreglados de domingo con los pantalones de campana, camisas floreadas de cuellos exagerados y alguna que otra melena. Seis jóvenes diferentes, distintos, desubicados en aquella ciudad del extrarradio de la capital mucho antes de que empezara la Movida.

Yo creo que lo único que nos unía era la pasión por las chicas y el desarraigo, porque éramos muy distintos en todo. Quizás por eso aquel grupo no duró mucho. Se acabaron los últimos guateques y, más pronto que tarde, el débil nexo de convocatoria se rompió sin apenas darnos cuenta, sin discutir, sin estridencias ni reproches. Dejamos de vernos, poco a poco la amistad se diluyó precipitadamente. Todo pasó  pero  guardamos las formas, seguíamos saludándonos cuando coincidíamos, aunque cada cual se había integrado en otras pandillas, en otros roles más lógicos en función de nuestras aficiones y ambiciones. El tiempo hizo su labor y simplemente les perdí la pista.

A pesar de que habían pasado más de tres décadas, no hablamos demasiado aquella tarde que nos reencontramos Alberto y yo, intercambiando unos escuetos comentarios, algunas informaciones puntuales sobre nuestras respectivas familias y poco más. Ni siquiera volvimos a quedar para tomar un café u otra cosa. Habíamos vivido en mundos aparte, casi nada nos unía y sólo aquella foto en la que posábamos como un grupo de pop sin instrumentos daba fe de nuestra efímera y perdida amistad. A partir de ahora éramos viejos conocidos, vecinos y ciudadanos de un pueblo que había cambiado tanto o más que nosotros.

Sin embargo, su desmejorado aspecto y su desaliño me indujeron a pensar que algo raro sucedía en la vida de Alberto. Había pasado mucho tiempo y le notaba  mayor y derrotado. Ya no teníamos ninguna relación pero la curiosidad me pudo. Por eso, después de volver a encontrarme con él en unas cuantas ocasiones más, pude observar un comportamiento excéntrico, descolocado, un tanto ilógico. Además no imaginaba que ya estuviera jubilado, no era lógico, pues, a pesar de su aspecto avejentado, debían faltarle unos cuantos años para acceder a una pensión.

La simple curiosidad me llevó a indagar en su entorno. Nada especial, aunque algunos datos podían facilitarme el diagnóstico sobre el comportamiento extravagante y maniático que observé en él.

Alberto, como tantos otros, se casó muy joven y también a él le arrolló una de esas crisis económicas cíclicas, de ésas que llevamos soportando en este país los que tenemos cierta edad. Sin trabajo y sin futuro, decidió cumplir un sueño oculto y recién casado se fue a las antípodas. Allí, junto a su pareja, quería empezar de nuevo, poner distancia, conocer otros lugares, aprender otro idioma y llevar otra vida distinta en una cultura diferente.

La cosa no fue nada fácil. Aquel lugar resultó inhóspito y aunque hizo lo  imposible y trabajó duro, no se adaptó. Los problemas se acumularon y su matrimonio empezó a deteriorarse a pesar de que tuvieron un hijo durante su estancia en aquel lejano continente.

Derrotados por el fracaso, decidieron volver, pero ya nada fue igual. La rumorología dice que, ante la falta de perspectivas laborales, un familiar cercano se aprovechó de la precariedad de Alberto. Se había divorciado y empezó a distanciarse de su vástago, dejó de verlo crecer y se limitó a trabajar hasta la extenuación. Simplemente creyó que la brega del día a día sería la mejor terapia para su desastrosa conducta emocional. Inconsciente de la vorágine en la que se había convertido su vida, su familiar y patrón le exigía cada día más y más. El desenlace era bien predecible, Alberto no pudo más y sufrió un grave trastorno, un suceso que derivó en una patología irrecuperable a causa del estrés. Su cabeza dejó de funcionar de forma coherente y su comportamiento se volvió inoportuno e incómodo. Ya no servía, no podía ser un engranaje de esta sociedad productiva, por eso tuvo que jubilarse.

Sigo viendo de vez en cuando a Alberto, siempre va solo. A veces le veo merodeando por el santuario de la Virgen. A pesar de los escándalos que dicen los vecinos que provoca, a mí siempre me ha tratado con amabilidad y corrección. Siempre, en cada encuentro, sale a colación nuestra amistad de aquellos años ya tan lejanos. Me cuenta de su fe y su religiosidad, exagerada hasta el extremo, un comportamiento que no daña a nadie. Me habla de su ex mujer, de su hijo y de sus nietos con los que apenas tiene relación. Se lamenta que le den de lado, me cuenta de sus penurias económicas y se queja que nadie le comprenda.

Reconozco que a veces se le va la pinza y desvaría en exceso. El otro día, sin ir más lejos, después de largarme un memorándum sobre gnosticismo, blandiendo una pequeña botella de agua que en su interior contenía un higo verde, me contó de las bondades terapéuticas de este simple combinado y su efecto beneficioso para el buen funcionamiento de la próstata. Simplemente le sonreí a tal aseveración.

Escucho resignado a Alberto, le demuestro mi compresión porque en el fondo su discurso no va más allá de manifestar sin pudor la neura que todos llevamos dentro. Él no le tiene miedo al ridículo, su excentricidad y su desinhibición consigue que muchos le consideren un chalado que deambula por las calles, un loco más. Sin embargo,  creo que aunque Alberto tiene sus desvaríos particulares, que reitero, no dañan a nadie, me atrevería a decir que su comportamiento viene dado por el aislamiento y el desamparo en el que se encuentra, porque su problema no es que está loco, está solo.

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