Fran llevaba demasiado tiempo desaparecido, tanto, que le dieron por muerto. Sin embargo, por todos los medios él trataba de dar señales de su existencia más allá del terror, pero era inútil, estaba atrapado en aquel manglar inhóspito. Luchaba cada día para sobrevivir en aquel infierno; su pesadilla le sobrepasaba, en ningún momento llegó a pensar que la guerra se había extendido, ni hasta qué límites.
Hostigada desde hacía tantos meses por fuego de artillería pesada, a pesar de la ruina y la destrucción, desde el horizonte, la ciudad emergía bella y desolada. La tormenta de primavera había descargado un chaparrón al amanecer y todavía se adivinaban los charcos entre los cascotes y los socavones de los obuses. Un aire fresco y húmedo recorría las plazas y avenidas aliviándolas del hedor de la basura que se acumulaba en cualquier lugar.
El francotirador se caló el pasamontañas de camuflaje, bebió el último sorbo de un café pésimo y, dando una calada al primer cigarro del día, se dispuso a ocupar su puesto. Cuando atravesaba los semiderruidos adosados pudo comprobar esa extraña sensación que produce la belleza, también en la guerra. Aspiraba el aire del amanecer como quien agota los últimos instantes de un placer prohibido. Lo hacía instintivamente, con miedo, sabiendo que la muerte siempre estaba al acecho y él podía ser la muerte. Con una mezcla de precaución y decisión otea el entorno antes de entrar en su puesto, un lugar donde permanecerá vigilando doce horas. El reducto huele a cerveza, orín y tabaco, un olor tan repugnante como difuso y al que se ha acostumbrado a fuerza de consumir eternas jornadas aislado. Antes de apostar el rifle en un acto reflejo se lleva los prismáticos a los ojos para visualizar su campo de acción.
“¿Qué tenemos ahí? ¡Vaya sorpresa!” En uno de aquellos minúsculos pisos, justo al otro lado de la avenida, se besan lentamente dos mujeres. Se recrea en la visión que le ofrece la escena de la ventana y permanece unos instantes atraído por el morbo que las dos féminas le producen, por unos instantes su mente divaga y demora ajustar la mira telescópica de su fusil.
Ana y Laura han vuelto a dormir juntas. Al anochecer del día anterior Ana subió al piso de Marc, sabía que Laura había conseguido en el mercado negro leche, café, chocolate, unas latas de conservas y cigarrillos. Subió para ver cómo estaba y pedirle si podían compartir algo de comida, pues su despensa estaba vacía. El encuentro se demoró y al final decidieron pasar la noche en compañía. Fue al despertar cuando sin pretenderlo se besaron, sus fluidos y sus lenguas se fundieron en un lento y apasionado beso que iba más allá de la atracción sexual.
-Lo siento- dijo Laura.
-No, no pasa nada- aseguró Ana.
-¿Seguro que no te ha molestado?- preguntó.
-No… supongo que tendría que ocurrir.
-Me dejé llevar… estamos tan solas, tan asustadas, que me salió sin más.
Esa frase fue la excusa para ocultar su atracción por ella ya que no podía decirle a las bravas que estaba enamorada. Si quería conquistarla debía ir despacio, poco a poco.
-No te preocupes, hace mucho tiempo tuve muchas dudas sobre mí, antes de decidirme por Fran tonteé con una chica.
-¿Lo supo él?
-No creo, aunque nunca fuimos muy posesivos; pero no hubo lugar a explicárselo, estábamos bien y no había que remover cosas del pasado.
-¿Entonces por qué te rayaste conmigo en aquella ocasión?
-Supongo que te vi como a una rival, que querías hacerme daño. Fran y yo atravesamos un pequeño bache y después llegó la guerra. Estaba muy nerviosa cuando me enteré de la noticia… Y tú, ¿qué me dices de ti?
-Yo también estoy hecha un lío. Por un lado te estoy agradecida, pero este piso me resulta incómodo, no sé cómo decirlo, tengo la sensación de que me vigilan aquí, desde dentro.
No era de extrañar. Laura tenía esa sensación personal e íntima. Sin embargo, la vigilancia era norma habitual. Se había generalizado. Desde hacía tiempo los servicios de inteligencia tenían pinchados los teléfonos de millones de ciudadanos. Sabían de sus cuentas y sus cuitas, sus enredos amorosos y la cantidad de dinero que tenían en el banco, de su opción política… A pesar del aparente desastre, casi todo estaba controlado.
De repente un par de ráfagas de ametralladora y unas fuertes detonaciones al otro lado de la ciudad rompieron con la aparente calma del amanecer, un amanecer que para Laura había sido muy productivo. Se había acercado un poco más a Ana y eso le daba ánimos para resistir.
La guerra que en un principio se manifestó lejana, como una mala película que pudieras poner en el DVD, ahora irrumpía cercana asediando la metrópoli. En algunas ocasiones, los atribulados moradores de aquella ciudad fantasma podían acceder al mundo exterior a través de las noticias. Eran ocasiones puntuales, imprevistas y desordenadas. Para ello, debían darse varios condicionantes y el más importante era tener carburante suficiente para abastecer los imprescindibles generadores, que las condiciones climatológicas no alterasen la señal y que el campo radioeléctrico no estuviera secuestrado por un barrido de frecuencias de las diferentes facciones que combatían en sus aledaños.
Cuando se salvaban esos obstáculos, la radio y la televisión emitían noticias muy preocupantes. Ya sabían que el conflicto estaba estancado. Sin embargo, lo peor eran las amenazas de aquel líder imberbe, tan lejano como impresentable. Jornada tras jornada tensaba el pulso y amenazaba con participar en la hecatombe. No era sólo verborrea, su cúpula militar exhibía con obscenidad el poderío atómico conseguido en muy poco tiempo.
Como cada mañana, el francotirador, antes de acomodarse en su garito volvía a buscar con sus prismáticos la casualidad de las imágenes lascivas de hace unos días. Después, mentalmente renunciaba a ese momento morboso y volvía a la realidad. Rumiaba entre dientes, vaya otro día más y nada de nada.
Él no podía intuir que Ana y Laura seguían adelante con su descubierta relación, pero ahora el lugar era distinto. La casa de Ana, aunque en el mismo edificio, ofrecía mayor seguridad, no daba a la avenida y, por lo tanto, era casi imposible que los disparos alcanzaran su fachada. Sólo le tenían miedo al fuego de morteros. Pero eso era poco habitual. Desde muchas jornadas atrás no habían escuchado el silbido que los proyectiles emitían antes de impacto.
Comían lo poco que conseguían. Lo hacían en silencio, cómplices de un amor extraño. Asustadas, confusas ante la nueva situación porque a la guerra ya se habían acostumbrado. Ana llegaba a dudar de la muerte de Fran porque oficialmente no había recibido ninguna confirmación, sólo la noticia del avión estrellado. Laura lo único que tenía claro es que Leo era pasado, ni se acordaba de él, ya no significaba nada en su nueva vida. Sin embargo, no había conseguido ubicarse en esa otra casa donde se sentía extraña y observada, a ratos recelaba sobre aquella foto que encontró. Una y otra vez la pregunta rondaba por su cabeza: ¿Y si entre Marc y Ana hubo algo más?
Pero ahora rebuscaba entre su ropa algún vestido que ella no hubiese visto antes. Quería estar guapa. Sólo abrazarla una vez más era el dulce bálsamo para soportar la tragedia y poder aliviar sus temores y sus dudas.