El Mundo Clásico tuvo a los muertos como habitantes de un reino eternamente desligado de los vivos, en el que las leyes de los ciudadanos vivientes no podían penetrar, ni invadir, ni regir. Era un reino sagrado, inasible, con vegetales propios, en donde ninguna normativa de los vivos estaba vigente ni podía ser aplicada. Más aún, las “leyes no escritas” – NOMOI AGRAPTAI – lo que después nuestros escolásticos llamaron “ius naturale”, impedían la profanación y desentierro de cadáveres. La tragedia de Antígona simboliza como ninguna otra, con sus stásima sublimes, esta idea básica, que el Estado (Creonte) no puede administrar con su derecho positivo, con sus leyes, con su derecho administrativo motorizado, con sus intereses históricos e inconfesables la esfera sagrada de los muertos, en donde no tiene ninguna competencia política, máxima expresión de lo transitorio.
Y la mejor política siempre ha sabido respetar las líneas divisorias entre el pasado muerto y el presente responsable. El gran político nunca ha mirado para atrás como la mujer de Lot, a no ser como fuente de inspiración para la creación de un futuro político mejor, y también para no tropezar en la misma piedra que sus antecesores.
Desenterrar cadáveres es propio sólo de bárbaros cobardes y morbosos, caterva de asesinos impotentes, vencedores sobre muertos, conquistadores de tumbas, animales necrófagos, almas mezquinas y resentidas. Es uno de los grandes signos de la barbarie, de lo primitivo y lo precivilizatorio e infrahumano. Todo bárbaro desentierra írritos cadáveres y arranca las rosas.
En la Abadía de Westminster se encuentran los restos de británicos que en vida fueron enemigos irreconciliables, movidos por un odio cerval infinito, pero cuyos huesos abonan la patria en un generoso concepto de humus patrio: todos fueron británicos, todo el Reino Unido se fundamenta en estos huesos de amigos y enemigos. Isabel I toca casi con su cabeza la testa regia de María Estuardo. Shaftesbury no está lejos de John Locke. ¡Qué envidiable sentido de la grandeza y de la patria común y civilizada tiene el Reino Unido!
La exhumación del dictador Franco no pasa de ser una infamia vil de la impotencia del vencido, y con ella pierde la autoridad moral y la razón política que sostuvieran aquella trágica República. Con Franco estaban enterrados todos los odios que precipitaron y alimentaron la Guerra Civil; con su desentierro cobarde y estrafalario aquellos odios muertos también pueden resucitar y activarse. Hasta ahora, de modo inteligente, nuestra democracia mantuvo un prudente oblomovismo sobre esta cuestión, sabedora de los peligros que puede comportar evocar a los muertos a una rendición de cuentas que tiene demasiados grises y demasiadas incertidumbres.
Franco murió hace más de 40 años. Y es sólo “historia”. La Guerra Civil terminó hace 80 años. Y es sólo “historia”. Y ya mi maestro Agustín García Calvo sostenía que la historia se define con la no-vida; se es historia a condición de no tener ya vida. Todas las familias españolas tuvieron miembros en los dos bandos, y españoles y españolas se han casado siendo descendientes de ambos bandos, y si la vida familiar y social ha sabido superar el ignominioso fratricidio con amor, generosidad y anhelo de un futuro mejor en el que jamás vuelva a repetirse tamaña monstruosidad, no entendemos que vuelva a abrirse una herida que estaba ya completamente cerrada por la propia vida.
Quienes reprobamos la dictadura franquista e incluso fuimos hijos de padres que sufrieron tal dictadura no queremos que se perpetre ahora el acto bárbaro de desenterrar al dictador, precisamente porque no queremos que sus huesos perturben el sosiego social que el propio pueblo español había conseguido en estos largos años. Un sosiego social que asume que los bienes de la democracia y de la libertad no se pueden poner en peligro por la revancha, máxime cuando ninguno de los dos bandos estuvo exento de gravísimos pecados.
¿Por qué en vez de desenterrar a Franco y a José Antonio – que aparte de ser cruelmente ejecutado este segundo, no mató a nadie -, se llevan allí los restos para ponerlos sobre cipos de honor de los grandes líderes del otro bando? Todos eran españoles. Todos amaron a España desde distintos y brutales puntos de vista. Todos ellos laten en nosotros, en nuestra sangre española. Sin asumir a todos nuestros abuelos y bisabuelos no hay reconciliación. ¿Y dónde está ahora la reconciliación que el PCE proclamaba en los años setenta?
España necesita la grandeza espiritual que supone la Abadía de Westminster, reconvirtiendo el sentido del Valle de los Caídos.
No quieren la reconciliación de todos los españoles los que condenan a la damnatio memoriae al noventayochista almirante Cervera porque en su ignorancia movida por el odio confunden el navío de guerra “Almirante Cervera”, que combatió bajo las banderas de Franco en la Guerra Civil, con el almirante real, de carne y hueso, Pascual Cervera Topete, que fue derrotado por los norteamericanos en el mar que baña Santiago de Cuba, y que moriría de tristeza en 1909, casi treinta años antes de la Guerra Civil.
Por otro lado, si fuera conveniente quitar del callejero urbano epónimos como los de los generales Luis Orgaz, Andrés Saliquet, Gonzalo Queipo de Llano, Aranda, Varela, Moscardó, Muñoz Grande, Latorre, Perales, Espinosa de los Monteros, García Valiño – general que claramente evolucionó y luchó con coraje por la Democracia -, Solchaga,, Gámbara, Ponte, Serrador, Múgica, Solans, González Espinosa, Borbón, Yagüe, Muñoz Castellanos, Monasterio y Gete, también hubiese sido conveniente no haber hecho epónimos de otras vías urbanas a otros jefes militares de infinita crueldad, pero que pertenecían al otro bando, el bando perdedor. Si bien la estética de la derrota es la más hermosa, ser vencido en sí mismo no da la razón.
Un totalitarismo de derechas no se supera con un totalitarismo dogmático de izquierdas, sino con respeto cívico, consideración por todas las víctimas de ambos totalitarismos, y mucho patriotismo.