Gracias, Don Miguel, por enseñarnos a amar la lectura. Gracias porque mi lejano y amado maestro en el faro industrial de la Mancha, Don Remigio Tijero, nos enseñó también a aprender a escribir y a razonar, a través de tu eximio Quijote.
Gracias en nombre de esta Mancha que le dio apellido a tu personaje más carismático, y que de él recibió a cambio la mayor universalidad que imaginarse pueda.
No consientas, oh Don Miguel, que el país que dejaste en el XVII sea vilmente sojuzgado en el XXI, por los intereses espurios de quienes poco o nada puede esperarse. Con posturas cuasi rayanas en la locura, y arteramente sectarias y egoístas.
Nada que oponer al libro y la rosa de otras latitudes, en un día como éste. Pero, sobre todo, loor y gloria a nuestro Príncipe de las letras. Y quédense fuera los frestones, follones, malandrines y demás gente desleal, tan enemiga del nombre de Cervantes, como de la fortaleza y pujanza del castellano.
Bienvenido a casa, Don Miguel, y bienvenido también a los más de 500 millones de personas que orgullosa y legítimamente usan tu lengua en el mundo. Y danos la necesaria entereza para soportar estoicamente las arremetidas del ingrato prójimo.
Dicho todo lo cual, corrigiendo y ampliando al inefable Astrana Marín, permítanseme ciertas invocaciones nacidas de lo más profundo de mi emocionado corazón: Llórete la tierra, hónrete la patria, gózente los cielos, ámente los hombres, léante los justos… sépante los sabios. Vale.
23 de abril de dos mil dieciocho.