Volvió a releer de nuevo el cuento breve de Juan Ramón Jiménez titulado “La palabra ofendida” y después se puso a escribir. Se levantaba muy temprano, casi de madrugada. Amanecía obsesionado con buscar palabras, pensaba que al alba tendría una visión más lúcida, más clara y transparente. Así, las palabras nuevas o viejas, grandes o pequeñas vendrían a él y ocuparían su mente para desarrollar su afición, su mejor entretenimiento, coleccionar palabras, divertirse con ellas, juntar palabras para crear textos armónicos que se acercasen a la belleza.
En el frío pasillo, adormecido todavía, se encontraba con la “oscuridad”, antes “obscuridad”, una palabra que desde hacía mucho tiempo había perdido la “b” como él había perdido el pelo. Reconocía la comodidad del cambio, eliminar esa b obstinada que pretendía dar rimbombancia con su sonido a una palabra muy simple, una b que ya nadie utilizaba, sólo los cursis y los pedantes. Se trataba de un vocablo asociado al miedo, al recelo, una palabra que se identificaba con lo negativo, aunque pensándolo bien, la oscuridad en el sueño era algo habitual. Él nunca podría dormir sin oscuridad, lo había intentado pero siempre debía bajar la persiana del dormitorio para conseguirlo.
Ahora en el cuarto de baño era consciente de otras palabras que participaban en su rutina diaria, legañas, agua, jabón, toalla y ducha. A todas ellas podía sustituirlas por la palabra “aseo”. Aseado y peinados los escasos pelos de la cabeza, las palabras vendrían más fácil. Recién iniciada la mañana estaba despierto a los sentidos y tenía hambre.
En la cocina, café, naranjas, tostadas con mantequilla y mermelada de fresa, palabras nutritivas para empezar bien la jornada, palabras que olían bien ¿Alguien duda que las palabras pueden oler bien? En contraposición estaban como cada día las palabras que emite la radio, con tertulianos hablando de economía, bla, bla, bla, de política, bla, bla, bla… deprimente, aburridos. A él le preocupaban otras cosas y se ponía de mal humor cuando devaluaban el lenguaje los charlatanes de las ondas.
Preocupado por crear belleza con el verbo, sabía que su afición necesitaba de la complicidad de otros, los lectores. Otras manifestaciones artísticas eran más evidentes, más fáciles de digerir, eran directas y necesitaban menos predisposición. Para entender la armonía de un texto había que estar receptivo.
Aquella mañana andaba enfrascado con dos vocablos ortográficamente muy parecidos y, sin embargo, una jodida letra, una letra que además era muda, esa entrometida les cambiaba el significado. “Aprender” y “aprehender”, claro así les resultaba a algunos entender este enrevesado castellano, un idioma exagerado, exuberante, rico y voluble a la vez, un lenguaje que desconcierta a veces.
Además había un habla oficial frente a la jerga popular donde se prostituyen las palabras. Bueno, la verdad es que tenía un enorme dilema porque aunque en la calle se hablaba con más autenticidad, también es verdad que se había reducido mucho el vocabulario. Después de darle muchas vueltas, se posicionaba. Él prefería lo genuino de lo popular frente a la vacuidad de los discursos huecos o hueros. Menos mal que estos dos últimos sinónimos referidos empiezan por la misma letra y que, al fin y al cabo vienen a decir lo mismo, o casi.
Cada día más le asustaba la palabra “rutina”. Sin embargo, su vida era, en este momento, una sucesión de hechos encadenados muy repetitivos. Eso era también rutina y le sobrecogía acomodarse a esa vida fácil pero vacía. Sólo escribir le salvaba de aquella situación.
Cuando escribía, se acordaba de viejas palabras olvidadas, localismos de su tierra natal que le acercaban a la lejana infancia. Aparecían “cheches”, término popular con el que se definían las pobres golosinas de aquel entonces que consistía en un batiburrillo de pasas, torrados, pipas, castañas pilongas y otros frutos secos. Pero en particular, su localismo preferido era “cachera”, guarida o madriguera de pequeños animales como ratones, grillos o salamandras, oquedades de una pared a ras del suelo donde se ocultaban lagartijas o curianas (cucaracha negra). Recordar esas palabras siempre le provocaba una sonrisa. Curiosamente esos vocablos llevaban una letra que ahora la habían partido, la antigua ch, letra sonora donde las haya y ahora dividida en dos para que los párvulos no se hagan un lío.
Sin embargo, no todo era placer al escribir. La eterna duda, la ambigüedad, su punto débil eran las tildes. El acento ortográfico le traía a mal traer, seguro del acierto en el acento tónico de las palabras, los traicioneros eran los adverbios.
Opinaba que era una irresponsabilidad que el valor de la palabra dependiera de quien la dijera y estaba especialmente preocupado por su utilidad. Antes la palabra era respetada, era ley, contrato, era sabiduría. Ahora en este tiempo se había devaluado, acomplejado, viciado y sin posibilidades de remontar una situación muy deteriorada. La mentira, el mitin, el panfleto o la publicidad habían dado al traste con el mérito que antes tuvo.
Si había una en especial que le preocupaba, ésta era “futuro”, incierto, dudoso, oscuro y muchos más adjetivos negativos. Pero enseguida reaccionó ante esta idea. Se acordó que hubo un tiempo en el que estuvo tan preocupado del posible futuro que no vivió aquel presente. Por eso ahora no podía volver a angustiarse, no debía cometer el mismo error. El futuro es impredecible, siempre lo fue y ahora él había decidido disfrutar pensando en palabras, leyendo, escribiendo en cuartillas usadas o simplemente aporreando el teclado buscando palabras para compartir.