Como todos sabemos, la celebración de la Pascua judía sirvió como contexto histórico y teológico para vivir y comprender los acontecimientos históricos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. ¿Cuál es la diferencia fundamental entre la Pascua judía y la Pascua cristiana?
En tiempos de Moisés, el «paso» de Dios por Egipto supuso el paso del pueblo de Israel de la esclavitud a la libertad; también significó una liberación de la muerte de los primogénitos, gracias a la sangre del cordero: el Ángel exterminador «pasó de largo» por las casas israelitas. La libertad y la vida forman parte del significado original de la Pascua.
En la Pascua cristiana, el paso fundamental es el que Cristo realiza: de este mundo al Padre, diría san Juan, de la muerte a la vida. Es un paso que efectúa como pastor nuestro y sacerdote de nuestras vidas: realiza este paso para llevarnos consigo, para abrirnos de par en par las puertas de la vida eterna, el corazón del Padre. El paso de la muerte a la vida, ahora, ya no es un símbolo ni un acontecimiento pasajero, sino la realidad definitiva que nos aguarda.
También se realiza plenamente la segunda dimensión de la Pascua judía: el paso de la esclavitud a la libertad; con la resurrección de Jesús, podemos dejar atrás la dinámica de la esclavitud del pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios.
Siempre me ha llamado la atención la cuidada liturgia de la Vigilia Pascual: la luz, el agua, la Palabra, el Pan. Junto a la celebración eucarística, la Vigilia es momento propicio para el bautismo de los catecúmenos. Si no hay bautizos, todos renovamos nuestras promesas bautismales.
En la Vigilia, por tanto, no solo celebramos un hecho del pasado y algo objetivo, sucedido en Jesús, sino que nos implicamos en esa celebración, formamos parte del acontecimiento celebrado; por el bautismo nos incorporamos a la victoria de Jesús. San Pablo nos lo dice de forma precisa y preciosa: por el bautismo hemos muerto con Cristo, hemos sido sepultados con él para que podamos resucitar con él. El bautismo, por tanto, es el mejor resumen de la Semana Santa y la mejor forma de hacerla nuestra, de celebrarla en plenitud.
Esta rica liturgia de la Vigilia Pascual, que nos implica en el paso de la muerte a la vida que Jesús realiza para nosotros, me hace reflexionar sobre otros «pasos» que, tal vez, el Señor nos pide en nuestras celebraciones pascuales.
La dinámica de nuestra Semana Santa puede correr el peligro de convertirnos en espectadores externos de unas celebraciones religiosas. Con el lavatorio de pies, con la comida y la bebida en la Cena y con el bautismo, Jesús de Nazaret quiere que sus discípulos sean partícipes de su destino. Lo que comenzó con el lavatorio finaliza con el bautismo: el Señor nos limpia y nos lleva consigo. Estamos llamados a pasar de una dinámica de espectadores a una dinámica de implicados: ser discípulos no es mirar, sino entrar, beber, comer, dejarse lavar.
En segundo lugar, estamos llamados a implicarnos de una forma comunitaria. Nuestra celebración de la Semana Santa, a veces, puede propiciar también un acercamiento individualista y meramente devocional. Jesús lavó los pies a todos en el corazón de la Cena; más tarde, cuando resucitó, fue devolviendo a los discípulos a la comunidad, como hizo con los dos de Emaús. Aquí, de nuevo, también todo termina como empezó: el mismo que nos mandó amarnos como hermanos en la Cena, nos llama ahora a transmitir a la comunidad nuestra experiencia pascual para construir la Iglesia.
En tercer lugar, la implicación comunitaria en el destino de Jesús se abre a una dimensión misionera. De misión habló Jesús en la Cena y ahora, en las apariciones, envía como apóstoles a todos aquellos que se encuentran con él.
Implicados en la Pascua para construir una comunidad misionera: este es el paso que el Resucitado quiere que realicemos como discípulos suyos en la hora definitiva de su entrega.
¡Feliz Pascua de Resurrección!