Una de las proclamas más importantes de la Iglesia en estos días de emergencia sanitaria ha sido la responsabilidad y la prudencia, la llamada a todos los creyentes para que, como en tantas otras ocasiones, vivamos nuestra condición de ciudadanos responsables en medio de una sociedad amplia y diversa. Esta debe seguir siendo nuestra actitud: prudencia, sensatez, responsabilidad.
Pero, junto a esta actitud fundamental, los creyentes también nos preguntamos sobre la voluntad de Dios para nuestro mundo y para su Iglesia en estos tiempos que nos desbordan y cuyas consecuencias no conocemos.
La Iglesia es un pueblo misionero por naturaleza, abierto, llamado a servir al mundo en nombre del Crucificado. Evangelizar es el sentido de nuestra existencia. Conociendo la vida de Jesús de Nazaret y la historia del pueblo cristiano a lo largo de los siglos, sabemos que toda circunstancia es propicia para anunciar y construir el Reino, aunque en alguna ocasión sea desde la derrota, el silencio o el sufrimiento que parece infecundo. Pero siempre hemos de estar vigilantes para discernir, para buscar la voluntad de Dios en los tiempos en los que él nos ha situado.
Muchas empresas buscan formas nuevas de trabajo y expansión en estos tiempos; algunos hablan de “reinventarse”. La Iglesia ya está inventada, sabe que debe ser fiel a Cristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre; pero no puede dejar de preguntarse, de buscar, de dejarse seducir por la creatividad del Espíritu. “Todo lo hago nuevo” dice el Cordero del Apocalipsis: la novedad más limpia y fecunda brota del Espíritu de Jesús, de su presencia entre nosotros.
El Reino crecerá siempre como un grano de mostaza, pequeño y con futuro: nos lo dijo nuestro fundador; pero, ¿dónde van brotando hoy esos granos de mostaza para que los cuidemos y los hagamos crecer? ¿Estamos sabiendo verlos? ¿Estamos suscitándolos?
Este domingo proclamaremos, en el Evangelio, unas líneas preciosas del discurso misionero de Jesús a sus discípulos. Hablan de tomar la cruz y ponerse a caminar, detrás de él; hablan de perder la vida, es decir, de no buscar el triunfo y el protagonismo propio; hablan de salir al encuentro del otro, de salir de visita para que, quienes nos reciban, reciban al que nos ha enviado, de la misma manera que nosotros recibimos al Enviado y, con él, al Padre que lo envía.
La Iglesia tiene cruces y se ve cada día más pequeña: ¿son estas circunstancias impedimento para su misión o, más bien, la posibilidad de realizar una misión como enviada, según Cristo Jesús, cuya victoria el mundo aún no conoce?
Podremos no saber muy bien cómo realizar la tarea: habrá que discernir, dialogar, pensar, rezar; pero sabemos muy bien lo que tenemos que hacer: no callar la Buena Nueva, hablar del Reino y trabajar por él; sabemos, sobre todo, desde dónde debemos hacer esa tarea: como discípulos de Jesús, contando explícitamente con su presencia, necesitándolo cada día más; debemos hacerlo con el impulso del Espíritu, implorándolo, dejándole actuar.
El mundo necesita de Dios, la sociedad necesita a Jesucristo, las personas han sido creadas para ser amadas por el Señor: no pueden ser felices con menos. La Iglesia sabe esto y, por ello, se esfuerza, cada día más, en transmitir a su Señor, amar en su nombre, interrogar desde su Palabra, consolar desde su Espíritu, crear fraternidad desde el único Padre común.
Las “distancias de seguridad” deben ayudarnos a pensar y a vivir la cercanía de Aquel que nos sostiene y que ha puesto su tienda entre nosotros para siempre, compartiendo nuestra carne y sus debilidades.
Es tiempo de evangelizar, es tiempo de rezar, de hablar, de discernir. Es tiempo de obedecer a Aquel que nos envía.