El verano es tiempo propicio para viajar. Muchas personas aprovechan sus vacaciones para visitar a sus familias, para conocer nuevos lugares, para descansar en rincones apacibles.
Acabo de regresar de una peregrinación a Tierra Santa con un grupo de cincuenta personas. Son muchos los grupos, de todas las nacionalidades, que nos hemos encontrado en aquellas tierras bendecidas por Dios y necesitadas de paz.
Una de las preguntas que les planteaba al comenzar el viaje es la diferencia que existe entre un peregrino, un turista y un vagabundo. “El peregrino es aquel que tiene una meta”, me decían.
Efectivamente, el vagabundo, por definición, es aquel que no tiene un rumbo fijo, se mueve de un sitio a otro sin que ningún destino oriente su camino. El turista, por otra parte –también por definición-, es aquel que da vueltas (tour), casi siempre con un interés lúdico o cultural. El turista sí puede tener la meta bien definida y preparada; es más, esa meta puede ser de tipo religioso. De hecho, el turismo religioso se ha multiplicado en los últimos años.
La existencia de una meta, por tanto, no es el único indicador que distingue al turista del peregrino, pienso yo.
En el Camino de Santiago, también en Jerusalén, algunas personas caminan con la mochila; otros, en cambio, utilizan más el autobús y duermen en lugares más confortables. Cierto nivel de austeridad, seguramente, es otra de las notas que distinguen a ambos grupos, aunque no los definen. De hecho, muchos jóvenes toman la mochila para hacer turismo de montaña o cultural, sin ningún interés por ser peregrinos.
Una nota importante podría ser la transformación que el viaje deja en el que lo realiza. El turista, en general, no cambia. Los viajes le hacen más culto, tal vez más tolerante, le enriquecen, pero no suele haber conversión en su vida. La peregrinación, en cambio, es un ejercicio de vida y, normalmente, trae un mensaje a nuestra vida cotidiana para interrogarla y abrirle nuevos horizontes de trascendencia y futuro.
Como Abraham, el peregrino siempre deja algo atrás y la peregrinación, de una forma u otra, le cambia la vida. Quien peregrina a un lugar lo hace porque quiere vivir la vida toda como una peregrinación, como un camino que tiene una meta definitiva más allá de esta historia. La transformación espiritual, la conversión, es una de las características que más definen al peregrino.
Por otro lado, siguiendo con el ejemplo de Abraham, el peregrino se pone en camino por vocación, como obediencia a una llamada que no brota de sí mismo. El turista planea su viaje y, en general, toda su vida; el peregrino, en cambio, está a la búsqueda de la voluntad de Dios para su vida, vive a la escucha, se ejercita en la obediencia; la palabra de Otro marca su rumbo y el mismo inicio del camino fue la respuesta a una invitación.
Son interesantes, también, las metas que han definido desde siempre la peregrinación, sobre todo en el ámbito cristiano: Jerusalén, Roma y Compostela. Estas tres metas tienen en común la existencia de un sepulcro de un personaje importante, de un santo: Jesús de Nazaret, Pedro y Pablo y el apóstol Santiago.
El sepulcro de alguien resume su vida, se convierte en signo que orienta la vida de muchas personas que quieren imitar a los que allí reposan. Se peregrina para pedir intercesión y para buscar las virtudes y valores de aquellos cuya vida nos mueve a caminar.
El sepulcro es también signo de una vida acabada, en la que ya no hay vuelta atrás: el santo ha recorrido su camino hasta el final, ha entregado la vida. La vida acaba en el sepulcro y la peregrinación también: un sepulcro bendecido, como sello que corrobora una vida de amor y entrega a los demás.
En el caso de Jerusalén, la meta principal de los peregrinos cristianos, ese sepulcro está vacío: la muerte no es la meta del peregrino, sino la última etapa hacia nuestra meta definitiva. Cristo, el Hijo de Dios peregrino entre nosotros, ha abierto un nuevo camino para el hombre y ha convertido nuestras vidas en peregrinaciones de vida, en caminos de eternidad, en itinerarios de hijos que regresan, felices, a la casa del Padre.