El mes de mayo ha sido, tradicionalmente, el momento en que los niños de las parroquias se acercan por vez primera a recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Las “Primeras comuniones” son una institución en nuestra sociedad. Gran parte de los esfuerzos pastorales de nuestras parroquias están centrados en la preparación de estos niños y sus familias para que sea fructífero su acercamiento a los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia. A raíz de la experiencia de este año, se me ocurren algunas reflexiones.
Es fuente de profunda alegría ver que algunos niños hacen su segunda comunión, tercera… Aunque no son todos, pero sí hay familias en las que se comprende de manera correcta lo de «hacer la primera comunión»: a la primera siguen las demás, cada domingo. Esta creo que es la clave de este momento: se debería hacer la primera comunión cuando el niño está preparado, dispuesto y decidido para ser un cristiano practicante, cuando comienza a ser un comensal habitual de la mesa de la comunidad.
Es también fuente de gran alegría cuando se consigue un ambiente de silencio y participación por parte de toda la asamblea. Por desgracia, no siempre es así, pero sí se consigue en muchas ocasiones. Es una bendición que los acompañantes –muchos de ellos alejados de las parroquias– entren en la atmósfera eucarística de la escucha y la fe. En esto, los niños y sus familias pueden ser un ejemplo para sus familiares y conocidos: «Hacer la comunión» con sentido y coherencia es una verdadera misión, un profundo testimonio en la sociedad actual.
Junto a la falta de silencio en algunas ocasiones, a mí me resultan especialmente llamativas dos ausencias en los gestos y las palabras de la celebración eucarística.
La primera ausencia tiene que ver con los gestos, con las posturas dentro de la misa. Aunque se prepara a los niños con mucho tiempo, aunque se insiste a los padres en los ensayos sobre la importancia de ponerse de rodillas en el momento de la consagración, no conseguimos que todos realicen el gesto de adoración que nos pide la Iglesia.
Sin juzgar los motivos e intenciones subjetivas de cada uno, creo que esta ausencia es un signo objetivo de falta de fe en nuestros pueblos. Ponerse de rodillas es un gesto de penitencia, de oración y, sobre todo, de adoración. Las mujeres y los Once se arrodillaron ante el Resucitado cuando se encontraron con él; también los magos lo hicieron cuando vinieron a adorar al recién nacido. Nadie se arrodilla ante un trozo de pan: nos ponemos de rodillas en el momento de la consagración porque reconocemos que aquello ya no es pan, sino el Cuerpo de Cristo, el Dios encarnado que nos salva.
Si arrodillarse es un acto de adoración, fruto de la fe en la presencia de Dios, ¿no será un signo de falta de fe el no arrodillarse ante el Señor que llega? La ausencia de adoración creo que está relacionada con una falta de fervor y hondura en la fe y, como consecuencia, lleva consigo una falta de radicalidad en la misión.
Muy relacionada con la ausencia del gesto de arrodillarse en muchas personas, está también la falta de contestación a la hora de comulgar: el «Amén» del creyente ante el sacerdote que le da el Cuerpo de Cristo tiene un significado profundo y precioso.
Cuando uno se acerca, ve que el sacerdote le presenta un trozo de pan: eso es lo que ven sus ojos y será lo que pueda palpar su paladar. Pero el sacerdote pronuncia una palabra que expresa el misterio: «El cuerpo de Cristo». Responder al sacerdote con la palabra «Amén» significa que aceptamos ese trozo de pan, no como un pan cualquiera, sino como el Cuerpo de nuestro Señor resucitado. Más allá de la visión, la fe responde a la palabra, se fía de lo que la Iglesia nos ofrece.
Creo que sería bueno seguir educando en las palabras y los gestos de la Eucaristía, con todo su sentido: es fundamental vivir el misterio con fe y con fruto, como medio de una «comunión» que nos une con Jesús y con los hermanos, con Dios y con este mundo que va siendo transformado por su amor.
Enhorabuena a todos aquellos que están comenzando estos días una etapa nueva en su fe, como discípulos y comensales de la mesa del Maestro.