“Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla”. El Reino que Jesús de Nazaret predicó tiene que ver con un cambio drástico en la historia de la humanidad. Él se consideró “profeta del fin”, inaugurando, con su palabra y sus gestos, con su muerte y victoria sobre el sepulcro, con la efusión del Espíritu de Dios, los tiempos definitivos de la salvación y el juicio.
Los textos del Nuevo Testamento insisten en esta perspectiva, dando a entender la inminencia de ese fin que Jesús inicia. San Pablo mismo pensaba estar vivo cuando llegara el momento final del encuentro con el Hijo del hombre.
Con el paso de los años, ¿no se iría desdibujando esa espera inminente y activa debido a su retraso? De hecho, san Pablo murió sin que llegara el fin. Pasó la primera generación de discípulos, la de Jesús. Más tarde, con la guerra de los judíos contra Roma, donde Jerusalén y el templo fueron destruidos, en el año setenta, muchos interpretaron que, ahora sí, llegaba el fin esperado: hubo que aguardar una generación más, pero ahí estaba lo que todos había creído… El año setenta pasó, y muchos otros años; el fin no llegó.
Es más, hay quien piensa que los mismos evangelios fueron escritos cuando desaparece la primera generación de discípulos: había que poner por escrito las memorias de los apóstoles para conservar una vinculación con el Maestro y sus enseñanzas. Fueron escritos, también, con motivo de los desastres del año setenta: el fin no llegaba y había que prepararse para una espera de largo alcance.
¿Por qué, entonces, se conservaron estas palabras de Jesús si parecían imposibles de cumplirse? “No pasará esta generación…”. Pasó aquella generación, y muchas otras. Es más, las palabras se conservan y se subrayan: “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. “Mis palabras” se refiere a estas palabras sobre el fin inminente: debemos mantenerlas, son verdaderas, son de Jesús, que no miente.
Frente a todo viento y marea, frente a los supuestos desmentidos del tiempo y la rutina, los evangelios mantienen la tensión del mensaje de Jesús hacia un futuro cercano, inminente, de Dios. Es verdad que, “de ese día, nadie sabe la hora: ni los ángeles del cielo, ni siquiera el Hijo: solo el Padre”. Es verdad que el Reino no vendrá de forma espectacular, sino que está “entre nosotros” o “dentro de nosotros”. Es verdad que, con la resurrección de Jesús, el fin ha dado un paso definitivo.
Se trata, por tanto, de interpretar el misterio y los matices de este mensaje escatológico de Jesús, pero nunca de eliminarlo. Los evangelios han querido mantenerlo por fidelidad al origen, al Jesús histórico, por fidelidad a una palabra que siempre nos desborda pero de la que nos podemos fiar.
¿Ha seguido la Iglesia de todos los tiempos siendo fiel a esas palabras que inquietan nuestro presente y nos hacen mirar hacia aquel que llega, irrumpiendo como ladrón en la noche, a nuestras vidas acomodadas?
Cada año, cuando el mes de noviembre llega a su fin, la liturgia cierra su ciclo y nos recuerda, con pedagogía insistente, esa dimensión irrenunciable del cristianismo: estamos en los últimos tiempos, los días de la historia llegan a su fin. No se trata solamente de nuestra muerte individual como encuentro personal con Cristo, sino de un encuentro de la historia toda, de estos tiempos, con el Hijo del hombre que llega con su gloria para instaurar definitivamente el Reino de Dios.
Entonces, lo que ahora creemos podremos verlo; lo que ahora nos esforzamos en construir desde la fe se desvelará ante nuestros ojos y nos llenará de gozo, llenará de profunda alegría el corazón de aquellos que se atrevieron a sembrar con esperanza, a pesar de las contradicciones de la historia, a pesar de todas las tentaciones de rutina.
“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección: ¡Ven, Señor Jesús!”. Mientras dura nuestra espera, la Eucaristía alimenta nuestros cansancios y no deja de ser memorial de un futuro del que ya comemos de forma sacramental