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Prólogo de la palabra

San Andrés de Creta interpreta la fiesta del nacimiento de María de Nazaret –que ayer celebrábamos– como el gran exordio de la misión del Hijo de Dios entre los hombres. Bella metáfora: María, con su nacimiento y con toda su vida, es el prólogo que nos ayuda a comprender el gran libro de la Palabra que nos salva; en ella aparecen las claves de la actuación de Dios que, en Jesús de Nazaret, se ha hecho definitiva y salvadora para todos.

De hecho, esto es así ya desde los mismos evangelios. San Marcos, el más antiguo, solo transmite la vida pública de Jesús, desde el Bautismo hasta la victoria del sepulcro vacío. San Mateo y san Lucas añaden a este Evangelio de Jesús dos capítulos que le sirven de prólogo, para indicar al lector las claves con las que debe interpretar esa gran actuación del Dios que nos salva en su Hijo. Pues bien, en esos dos capítulos que prologan el Evangelio, aparece María en su relación con Jesús. Su presencia, su aceptación de la misión de madre, sus primeros pasos con la carne de la Palabra, se convierten en claves para poder recorrer con fruto la vida pública del Profeta de Galilea.

Si Jesús es el Logos encarnado, María es el prólogo (pro-Logos) que le abre paso a nuestra historia. Prologar un libro es una bella tarea que se le encarga a alguna persona que conoce bien al autor; a menudo, también se elige a una personalidad importante que ayude a dar “empaque y tirón” al mismo libro. Dios, autor del gran libro de su Palabra que nos habla, ha elegido a la joven de Nazaret para que prologue su obra definitiva.

El sublime discurso de Dios en la persona, la obra y la palabra de su Hijo, ha sido prologado por la historia sencilla de una mujer de una aldea judía escondida en las colinas de Galilea.

La principal palabra de ese prólogo ha sido fiat, “hágase, “sí”. Con esta breve y firme palabra de acogida, nos introducimos en la clave de la misión del Hijo: “Hágase tu voluntad”, en esa aceptación de los planes de Dios que nos trae la salvación. Aprendemos, con María, el fondo más importante del contenido de la misión de Cristo: la obediencia.

Pero, en la expresión breve de María, aprendemos también por dónde ha de ir nuestra respuesta a la palabra de amor que se  nos propone: “Hágase”, “habla, Señor, que tu siervo escucha”. María es prólogo a la misión del Hijo y comienzo de nuestra respuesta a esa misión, inicio de la fe eclesial. Por eso, decimos que María es Madre del Hijo y es también Madre nuestra; Madre del Hijo y modelo de nuestra fe, primera creyente, figura y modelo de la Iglesia.

Por eso, junto a la palabra dirigida a Dios a través del ángel –fiat–, san Juan nos habla de otra palabra que María dirigió a los hombres, en Caná de Galilea, cuando faltaba el vino de las bodas: “Haced lo que él os diga”. Transmite lo que vive, nos pide lo que ella ha dado; sabe bien cuál es la actitud radical del hombre frente a Dios; ha comprendido el misterio del hombre y la forma de acertar en sus caminos.

A lo largo de los siglos, María ha seguido siendo prólogo a la Palabra de Dios, ha ayudado a comprender el gran libro de la persona del Hijo. Cuando la Iglesia la proclamó Theotokos (“Madre de Dios”) quería defender la verdad sobre Jesús: en Cristo no hay dos personas, el Verbo se ha encarnado realmente. De la misma manera, cuando la Iglesia afirma desde sus inicios la virginidad de María, está defendiendo, realmente, la verdad sobre el Hijo: Jesús es Dios, la encarnación no es un mito, un símbolo, un tópico ancestral de las religiones. El Hijo único de Dios, el mismo, se ha hecho hombre; no ha venido a habitar en un hombre: él es Dios-hecho-hombre.

La verdad de María, su palabra y su silencio, su presencia amable, siguen siendo prólogo al Evangelio, posibilidad de comprender correctamente el misterio insondable del Hijo de Dios y su amor por nosotros.

Es lo que estamos celebrando en los comienzos del mes de septiembre, cuando comienzan los cursos y nos preparamos para volver al trabajo: que ella sea también prólogo de nuestros discursos.

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