Nuestra clase política parece tener claro que es necesario un plan propagandístico, no solo para hacer llegar sus mensajes, sino también para implantar una forma organizada de comunicar con la que conseguir una fidelidad incondicional de los propios y para hacer atractivas unas ideas que se camuflan en un entorno amable, pero que en realidad son manifiestamente contrarias a la ética, a la realidad acreditada o al sentido común.
En los años treinta del siglo pasado, un personaje complejo y taimado de un régimen totalitario europeo, elaboró el desarrollo ordenado de los principios necesarios para difundir las ideas excluyentes de una determinada ideología autoritaria. Un siglo después, muchos de nuestros políticos usan esa sistematización perversa de la información para mantener a los incondicionales y para seducir a futuros nuevos adeptos, desconociendo su origen.
Llama la atención como se estructuraron las principales ideas a través de unos breves principios de la propaganda y la difusión que se pusieron al servicio de una ideología en una época muy concreta. Sin pretender abarcarlos todos, conviene desarrollar algunos de ellos por su similitud con la forma de utilizarlos actualmente. Serían el principio de la unanimidad, el de la simplificación, el de la transposición, el de la exageración y el de la orquestación.
A través del principio de la unanimidad, se quiere convencer a sus destinatarios de que aquellas ideas que se difunden gozan del consenso de toda la población. Se pretende hacer creer que, quienes las aceptan sintonizan con una opinión general de una determinada población a la que va dirigida. Es una forma de utilizar y potenciar el conformismo de la gente para introducir esas ideas o principios que de otra forma no serían aceptadas.
Con el principio de la simplificación, se pretende reducir a uno solo el enemigo político de unas ideas determinadas. Por ejemplo, para unos el contrario sería fascista, para los otros, comunista. Con ese concepto reducido del adversario, lo que se quiere es estigmatizar al oponente. Y que, por el solo hecho de tener ideas diferentes, es necesario odiarlo. Se confunde así y se convierte al adversario en un enemigo visceral al que es necesario eliminar.
El principio de la transposición, supone que quien es acusado de alguna irregularidad en su actuación pública, se defienda con reproches similares sobre actuaciones anteriores de sus oponentes. Es, y tú más, lo que prima como respuesta cuando existen acusaciones de corrupción o incompetencia. La idea es alejar el foco de las propias responsabilidades con las que puedan exigírseles a los oponentes, aunque sean realizadas extemporáneamente.
No es ajeno a estos principios de la propaganda, el de la hipérbole. El principio de la exageración, es el de aprovechar todo error o circunstancia que perjudique al contrario. Para que sea eficaz, se ha de contestar de manera inmediata y en forma desmedida, incluso exagerada, para causar daño al oponente. Es una forma de cerrar el círculo malicioso de la demagogia —ganarse con halagos el favor popular—, utilizado para aniquilar al contrario.
Pero si hay algo que vemos cotidianamente en la política actual, ese es el principio de la orquestación. Las ideas que se quieren transmitir a la opinión pública, se han de hacer machaconamente durante el mayor tiempo posible. Es aquello de utilizar una idea —generada como argumento dentro de una organización política o de un gobierno, por ejemplo—, con la que todos sus miembros pretenden neutralizar al oponente, reiterándola hasta la saciedad.
Estos principios fueron elaborados por el político Joseph Goebbels en 1933 y estuvieron vigentes hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Aquel decálogo se convirtió en una de las armas más poderosas de comunicación del régimen de la Alemania nazi que gobernaba en aquel tiempo su país.
Lo importante de este hecho es que desde un departamento aparentemente inofensivo, como el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del III Reich, se llevó a cabo una eficacísima actividad propagandística y de difusión y, por qué no, de blanqueamiento de un régimen autocrático que trataba de ocultar sus verdaderas intenciones, tal como fueron aplicadas en aquellos años.
Después de haberlos disimulado durante décadas, hoy se utilizan esos mismos principios, aunque se nos muestran sin tanta ocultación ni fingimiento. La conclusión es que esta forma de actuar nos lleva a la desconfianza hacia la clase política. Como decía el dirigente de la Unión Soviética, Nikita Khrushchef: “Los políticos son iguales en todas partes. Prometen construir un puente incluso donde no hay río.”
Y muchas veces, solo para eso sirve su propaganda.