Cuando leemos el libro de los Hechos de los Apóstoles, durante todo el tiempo de Pascua, nos encontramos con los viajes de san Pablo por todo el Mediterráneo. No es turismo, tampoco compromisos sociales: se trata de misión. Lo de san Pablo se parece más a los viajes de un correo que porta noticias que a los de una persona que recorre lugares por afán de conocimientos. San Pablo viajó para enriquecer a otros; podríamos decir que se desgastó para que muchos desconocidos compartieran el tesoro que él había descubierto.
Al regreso de su primer largo viaje misionero, acompañado por Bernabé, llaman la atención tres dimensiones de su misión.
En primer lugar, los destinatarios. La apertura geográfica que representan sus viajes no es sino un símbolo de la apertura cultural del Evangelio: los no judíos, los paganos, los hombres y mujeres de cualquier condición están llamados a acoger la Buena Nueva de un hombre judío que se dice enviado de Dios para todos. El universalismo es una de las claves de la misión cristiana desde sus inicios.
Otra dimensión importante es el contenido de su mensaje: “Animaban a los discípulos, exhortándoles a perseverar en la fe diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios”. Recuerda esta indicación al final del discurso del Monte de Jesús: “Entrad por la puerta estrecha, elegid el camino difícil”.
¿Cuántos misioneros y predicadores se atreven a hablar hoy de dificultades a sus oyentes? ¿No tenemos que decir, más bien, que la propuesta cristiana está llena de bondades y supera todos los sinsabores? ¿No debemos convencer más exigiendo menos, ofreciendo facilidades mayores? En el fondo, ¿no es una contradicción la universalidad de la oferta y la necesidad de pasar por la puerta estrecha? Si es para todos, ¿no debe ser ancho y espacioso el ingreso?
Las paradojas del cristianismo aparecen siempre en el horizonte: todos están llamados a entrar, pero no se entra en masa, sino personalizando la respuesta, con libertad, con voluntad explícita, cargando con todo el peso y las ilusiones de la propia vida. Prometer facilidades es no tomarse en serio la libertad de la persona y es construir sin cimientos, sin perspectivas de futuro. Por otro lado, prometer facilidades es mentir: la vida no es fácil, las cosas no se nos dan hechas: la realidad está ahí, como una preciosa llamada al hombre para trabajar, para realizarse en el esfuerzo y la comunión.
Casi todas las propuestas publicitarias están basadas en la promesa de lo fácil; por desgracia, también muchas propuestas políticas y sociales. ¿Deberá la Iglesia participar de este estilo de propagnada rápida para conseguir “vender mejor su producto”? ¿Se puede “vender” el Evangelio? ¿Se puede acceder por el camino fácil al misterio del amor y la fidelidad?
La tercera dimensión de la misión del Apóstol también llama la atención: “En cada Iglesia designaban presbíteros”. El futuro de la comunidad está en el esfuerzo y libertad de los cristianos, pero también en la presencia de los ministros: ellos son sacramento de la necesidad de la gracia, Cristo es quien sostiene la fe de las comunidades.
Hoy, como ayer, la misión de la Iglesia también está llamada a ser universal, valiente en sus propuestas y necesitada de la presencia sacramental de los ministros.