Visto lo visto y para desgracia de nuestra democracia habremos de recurrir a la frase evangélica: Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Desgraciadamente el caso Cifuentes no es el primero ni tampoco el último, (hoy mismo hemos sabido del caso del líder del PSOE madrileño) que se da entre nuestra clase política. Luis Roldán inauguró la sonrojante lista al arrogarse un título que no tenía; con posterioridad se han ido sumando políticos de distintos partidos engrosando así este deplorable bestiario al proclamar titulaciones no cursadas, apenas iniciadas o sin concluir.
Sin embargo en el caso Cifuentes ha existido una nueva variable: La presunta falsificación de las calificaciones por parte de una universidad, algo hasta ahora inaudito y que en este caso concreto parece responder al “agradecimiento” por unas grandes “paladas de euros echadas por el P.P.” lo cual es algo que no corresponde como en otros casos a un acto de complejo, idiotez o vanagloria del pseudo-titulado, sino a un presunto delito por parte de quien expide el título, pues faculta al alumno para ejercer de manera fraudulenta.
Sin embargo y en línea con la frivolidad e intento de sacar provecho, rédito y esa carnaza política que hoy tanto gusta a la hora de tratar temas tan graves, interesa más derrumbar al contrincante político que al verdadero delincuente que no es otro que el falsificador.
Sacar provecho
Porque vende más Cifuentes o cualquier otro político que alguien de quien no se puede sacar provecho en beneficio partidista propio. Y es que lo más grave en el caso Cifuentes no es que se haya arrogado de manera frívola e inmoral, quizá ilegítima, una titulación que sabe no ha cursado, sino que exhiba una titulación presuntamente falsificada por la propia universidad. Cifuentes tiene responsabilidad moral y por lo tanto automáticamente política; sin embargo quien falsifica la puede tener penal.
Asimismo lo que resulta bochornoso, hiriente, ofensivo y sumamente significativo del nivel moral de estos políticos afectados antes y ahora es, de un lado, su nula disposición a la dimisión y de otro, la defensa a ultranza que realiza el partido al que pertenecen. Bochorno ampliado cuando políticos de otros partidos que denuncian con razón casos como el de la presidenta madrileña, no tienen la misma sensibilidad y decencia a la hora de hacer lo propio con aquellos que se dan entre sus correligionarios. Y en esta refriega se apoya ahora Cifuentes, con acostumbrado, recurrente y enésimo, “y tú más o y tú también”.
Y es aquí donde surge la pregunta: ¿Porque no dimite nadie aunque se saquen papeles que evidencian su relación con casos de corrupción, titulaciones falsas o ser sospechosos de prevaricaciones?
Las respuestas no pueden ser sino estas: Aquí no dimite nadie porque no existe el menor respeto hacia sus representados. Aquí no dimite nadie porque prevalece el interés personal o de partido frente a la decencia general. Aquí no dimite nadie porque todo acto indecentemente público por grave o penal que fuere, se reviste automáticamente con cariz político. Aquí no dimite nadie porque se confunde de manera interesada cargo público y profesión. Aquí no dimite nadie por la creencia que de hacerlo se está otorgando una victoria al contrincante político.
Visto lo visto, en la política española el verbo dimitir, que debería estar en el primer cajón de las mesas de todos los despachos ocupados por políticos, se encuentra sin embargo en riesgo de extinción por falta de uso. Sin duda una señal esta de pobreza política y moral.