Los Magos llegan de Oriente. En principio, esta doble realidad de la que nos habla san Mateo, no tiene un significado muy positivo.
En Israel está prohibida la magia y la adivinación. Cuando Moisés intentaba liberar a los israelitas de Egipto, los magos de aquel país se oponían a sus plagas e intentaban convencer al faraón para que no dejara salir a Israel. También se interpretó como mago al profeta moabita Balaám, que intentó maldecir al pueblo de Israel en el desierto.
Al Oriente de Israel está Mesopotamia, cuna de una civilización que Abraham debió dejar atrás, junto con toda su religiosidad. También de Mesopotamia vendrá la destrucción de Jerusalén y su templo en tiempos de Nabucodonosor.
Cuando el Niño nace, los magos ya no vienen a maldecir al pueblo elegido, o a seducirlo con falsas religiosidades; desde Oriente ya no viene un ejército invasor para oprimir al pueblo del Mesías. Ahora, como anunciaban las antiguas profecías, la sabiduría del mundo reconoce al Mesías y los reyes de los confines del orbe rinden homenaje al rey de Israel. El Mesías prometido por los profetas viene a ser Salvador del mundo y transforma los caminos de todos los pueblos para que sean bendecidos por la misericordia de Dios.
En la adoración de los Magos estábamos presentes todos nosotros: la humanidad entera encuentra en Belén su luz definitiva y la fuente inagotable de su alegría. También aquellos que aún no han llegado al pesebre, aquellos que han visto la estrella, pero no se atreven a ponerse en camino: también ellos están representados en los magos. Todas las razas, todas las edades, todos los pueblos están invitados a encontrar en Belén la clave para reconducir su camino.
Allí, los Magos ofrecen sus dones. Han sido muchas las interpretaciones que se han dado a lo largo de la historia a estos tres regalos de que nos habla san Mateo. Han servido para manifestar, ante todo, el misterio de Jesús: oro como rey, incienso como Dios, o como sacerdote, y mirra como signo de su verdadera humanidad y su muerte. La grandeza y la pequeñez de este Dios hecho carne por nosotros están expresadas en los dones de los Magos; de esta manera, nos invitan también a nosotros a manifestar el misterio del Hijo de Dios en todo aquello que regalamos y vivimos.
En el fondo, se trata de un anticipo de nuestra Eucaristía: allí, ofrecemos al Padre el misterio de su Hijo hecho carne, Dios y hombre, muerto y resucitado por nosotros, rey de nuestras vidas y sacerdote de nuestra religiosidad, hermano sufriente junto a nuestros sufrimientos. En cada Eucaristía, también nosotros nos presentamos en el pesebre de Belén, la “casa del pan”, para darle a Dios lo mejor que tenemos y somos, lo que él mismo nos ha dado: el Hijo que nos salva.
Pero los dones de los Magos también han sido interpretados de forma espiritual y moral: no solamente significarían el misterio de Cristo, sino las virtudes que cada creyente le ofrece al Señor. En la Eucaristía, al realizar las ofrendas, Cristo se ofrece en forma de pan y vino porque con él van también nuestros esfuerzos y trabajos, nuestros sufrimientos y esperanzas.
De nuevo, encontramos varias interpretaciones espirituales de los tres dones. Por ejemplo, san Juan Crisóstomo identifica el oro con la fe, el incienso con la oración y la mirra con las buenas obras: perfecta síntesis de espiritualidad cristiana; la fe y las obras sostenidas por la relación con Dios que nos da la oración.
Otros piensan que el oro simboliza la sabiduría y la mirra, la ascesis, la mortificación de las pasiones; el incienso suele ser siempre signo de oración. Lutero relaciona los tres dones con las tres virtudes teologales: fe esperanza y caridad.
En el fondo, se trata siempre de símbolos de la persona: Jesús o nosotros mismos. Este es el misterio de la Navidad y de la fe: Dios nos ofrece a su Hijo y nos pide la ofrenda de nosotros mismos a través de las diversas dimensiones de nuestra vida.
Lo más importante, por tanto, no es lo que “nos echen los Reyes”, sino aquello que Dios nos da y aquello que nosotros le ofrecemos a Dios. El intercambio de regalos no cambia nuestra vida; el don de Dios y ofrecernos a nosotros mismos, sí.