Es un diálogo largo y lleno de hondura, interrogantes e ironía. En torno a un pozo, Jesús y una mujer empiezan hablando de agua, no desde el punto de vista teórico, sino como una petición concreta: “Dame de beber”. En un segundo momento, los mismos personajes hablan de la afectividad, de las relaciones de la mujer con su marido, de sus múltiples maridos. En tercer lugar, de forma aparentemente extraña, el diálogo deriva hacia el culto y la religiosidad.
Agua, afectos y religión: ¿no se trata, en el fondo, de lo mismo, de la sed?
En la primera parte del diálogo, Jesús pide de beber para que, al final, sea la mujer quien pida de beber otro tipo de agua a Jesús, “agua viva”: el nivel simbólico del diálogo es patente desde el inicio. Necesitamos el agua para vivir, son fundamentales los pozos y las fuentes para que nos llegue esa agua de la tierra que vivifique nuestro barro. Jesús también necesita de beber, y ha venido a nosotros para experimentar nuestra sed y enseñarnos el camino de un agua más profunda y que sacia.
En la segunda parte, el tema son las relaciones entre la mujer y sus maridos. Ya apuntaba este tema el lugar del pozo desde el inicio: en torno a un pozo se dieron muchos de los matrimonios entre los antiguos patriarcas. El pozo es, en muchos textos, signo de afectividad y de sexualidad. Debajo de la necesidad física del agua, el ser humano tiene necesidad de amar: es alma y carne que necesita la relación. De nuevo, Jesús propone una novedad: viene a ofrecernos una afectividad diferente que sacia nuestras búsquedas. En torno al pozo, dialogando con nuestro corazón dividido y sin saciar, él quiere traer el equilibrio y la felicidad a nuestros afectos.
No todas las aguas son iguales: del agua estancada del pozo, la mujer es invitada a pasar a las aguas vivas de Jesús. Tampoco son iguales todas las formas de llenar nuestros afectos y nuestra sexualidad: de la búsqueda multiplicada de nuevas sensaciones y relaciones, la mujer es invitada a serenar sus búsquedas en el diálogo con Jesús.
La tercera dimensión también tiene que ver con la sed. Se trata de la religiosidad. Aunque algunos lo quieran negar, la humanidad siempre ha tenido necesidad de absoluto, deseos de sentido, búsqueda de los orígenes y, sobre todo, interrogantes de futuro. Se puede apagar esa sed con sucedáneos, pero estará siempre ahí, muy relacionada con la necesidad física del agua y con la necesidad afectiva del amor.
Tampoco sabe muy bien la mujer hacia dónde debe orientar su religiosidad. De igual manera que ha buscado saciar su amor en relaciones cambiantes, piensa que el culto ha de realizarse en el monte Garizim o, tal vez –si llevan razón los judíos–, en el monte Sión, en Jerusalén.
De nuevo, Jesús viene a ofrecer una novedad, superando nuestras discusiones sobre pozos o maridos, sobre templos o montes: el culto que él propone es de otro tipo, es espiritual, personal, afincado en la afectividad del corazón y en la sed del cuerpo. Dios es espíritu, el hombre es persona y es carne, por eso, el culto ha de ser personal, “en espíritu y verdad”.
Tal vez, uno de los problemas de nuestra sociedad no radica solo en que algunos niegan la tercera dimensión de nuestra sed, la religiosa; sino en que muchos otros separan esta tercera dimensión, el culto, de su vida afectiva y de sus necesidades vitales.
Somos una unidad: Jesús de Nazaret ha venido a hacer posible que recuperemos esa unidad y que orientemos nuestras búsquedas por caminos que sacian. Ha venido a dialogar, a gastar tiempo y palabra con nosotros para pedirnos de beber, escuchar nuestra sed y ofrecernos el agua, el amor y el Padre que desbordan nuestras búsquedas y aquietan el corazón.