A diferencia de san Mateo, que enumera ocho bienaventuranzas, san Lucas solo consigna cuatro. Por otro lado, las de san Mateo son proclamadas en tercera persona del plural: “Dichosos los mansos, porque ellos…”. En san Lucas, en cambio, están en segunda persona, se dirigen más directamente a los oyentes: “Dichosos los que ahora lloráis…”. A sus cuatro bienaventuranzas, san Lucas contrapone ocho maldiciones, para subrayar el contrase: Si los pobres, los hambrientos, los que lloran y los perseguidos son felices, desdichados son los ricos, los saciados, los que ríen y aquellos de quien todo el mundo habla bien.
Otra diferencia se encuentra en el marco narrativo en que son pronunciadas: en san Mateo, Jesús se sube a un monte para revelar desde allí su nueva ley; en san Lucas, en cambio, Jesús desciende del monte y, en el llano, transmite su doctrina al pueblo. Esta diferencia, en el fondo, no es sino una manera distinta de hacer referencia a Moisés en el Sinaí: para san Mateo, Jesús es Moisés que pronuncia, desde el monte, la ley de Dios. Para san Lucas, que sabe que Israel quedó en la llanura sin subir con Moisés al monte, Jesús es Moisés, recién descendido, que trae, accesible, la palabra de Dios para todo el pueblo.
Todas estas diferencias nos hablan del misterio de las Bienaventuranzas, del misterio de todo el mensaje de Jesús y su persona. Hemos hecho un flaco favor al cristianismo cuando hemos repetido tópicos sin profundizar en la palabra y sin buscar matices que el texto nos ofrece. El mensaje de Jesús no es evidente, no es accesible en lo superficial: está ligado al misterio de su persona, al misterio del Reino, al misterio del hombre y de Dios.
Bienaventuranzas de san Lucas
En este domingo serán proclamadas en nuestras iglesias las Bienaventuranzas de san Lucas: ojalá que, al menos, no las confundamos con las de san Mateo y nos atrevamos a profundizar en los matices.
El evangelista de la misericordia es más claro y rotundo que san Mateo: no nos habla de probres “en el espíritu”, ni de hambre y sed “de la justicia”. Los bienaventurados son, sin más, los pobres y los que tienen hambre. Y son dignos de lástima los ricos y los saciados. ¿Cómo entender estas palabras?
Por otro lado, san Lucas se dirige directamente a los discípulos, a los que ya han creído en Jesús y viven su fe en las circunstancias de lo cotidiano. ¿Cómo han de sonar estas palabras en el oído de los creyentes?
Todo el mundo está de acuerdo en que es mejor reír que llorar, comer que pasar hambre, tener dinero que andar escasos, ser famosos que ser perseguidos. ¿Debe el creyente buscar el camino contrario a lo que parece pedir la sensatez humana?
Un camino moral
Creo que las Bienaventuranzas no son, ante todo, un camino moral, un indicativo de Jesús para esforzarse de forma voluntarista para estar llorando, escasos… Son, más bien, una luz para cuando estas cosas suceden: Dios no promete un Reino de felicidad sin matices, de plenitud humana y satisfacción personal. A menudo, la fe no es fuente de risas, sino motivo de llanto; a menudo, la apuesta por Jesús de Nazaret no implica buena fama, sino persecución; a menudo, entrar en la dinámica del Reino no nos enriquece, sino que nos empobrece.
¿Hemos errado en la misión porque no nos sentimos plenos? ¿Hemos equivocado el camino porque otros ríen más que nosotros? El discipulado es seguimiento gratuito del Maestro que dio la vida por nosotros, el amor ha de ser la única recompensa. Las Bienaventuranzas son luz y fuerza para un camino que se purifica en el amor y que se sabrá pleno solo en la meta.