Dicen que Sevilla enamora, seguramente con razón. Pero su barrio más popular, el de Triana, también encandila; y además, el más antiguo y genuino de todos, el de Santa Cruz, emociona y apasiona tanto a lugareños como a foráneos cuando transitan por sus calles.
Después de algún tiempo ausente, he vuelto a esta ciudad y, como hace ya más de cincuenta años que la visité por primera vez, me ha vuelto a sorprender. Siempre tiene algo nuevo que ofrecer, a sus gentes o aquellas historias hilarantes como las que contaba Ramón J. Sender en su novela La tesis de Nancy, en la que cuenta la vida de una joven estadounidense que visita la ciudad para perfeccionar su español.
Estas tierras estuvieron habitadas por los enigmáticos tartesios, cuando hace más de veinticinco siglos llegaron los fenicios y fundaron la ciudad. A estos les sucedieron los belicosos cartagineses, y enseguida llegaron los romanos quienes le dieron un gran esplendor. Fundaron Híspalis e Itálica. En esta última ciudad nacieron los emperadores Trajano y Adriano que gobernaron el Imperio en el siglo I y II de nuestra era, impulsando la ciudad.
Entre el siglo V y el VIII gobernarán vándalos y visigodos, quienes implantaron el cristianismo. En el siglo VIII, comienza el dominio musulmán que se prolongará durante más de cinco siglos. A esta civilización se atribuye un gran desarrollo y la expansión cultural de la ciudad que, con la caída de Córdoba, se convierte en capital de la taifa. En 1248, será reconquistada por Fernando III de Castilla, quien la recuperará para la Cristiandad.
Pero además de su historia y como valiosos testigos de ella, destacan sus magníficos monumentos. El espectacular Real Alcázar; la inmensa Catedral con su fabulosa torre de la Giralda; las ruinas romanas de Itálica; las numerosas iglesias y capillas con su color albero en sus fachadas; su imponente Torre del Oro; el excepcional y enorme Archivo de Indias; la enigmática Real Fábrica de Tabacos, hoy convertida en sede universitaria.
Entre otras, destaca la esplendorosa Plaza de España junto al Parque de María Luisa y el Hotel Alfonso XIII, todos ellos recuerdan la Exposición Iberoamericana de 1929. A todo lo cual habría que añadir el Metropol Parasol, al que los sevillanos llaman la Seta de Sevilla, inaugurada en 2011. Y una visita incluida recientemente. La del Palacio de las Dueñas que ofrece al visitante una muestra muy representativa de la historia sevillana.
Desde el puente de Isabel II, se entra en el barrio de Triana por la populosa Calle de San Jacinto, convertida parcialmente en peatonal, que nos recibe con el bullicio de sus gentes; sus iglesias; sus tiendas de cerámica artística; sus viviendas típicas con el color albero siempre presente. Llamó mi atención una placa de azulejos que indica el nacimiento del trianero Melchor Rodríguez, conocido como el Ángel rojo, quien, durante la Guerra Civil, salvó a muchos ciudadanos de ser ejecutados extrajudicialmente.
Pero Sevilla también rezuma poesía. Como el romántico Gustavo Adolfo Bécquer, que fue el poeta de referencia en la adolescencia de mi generación; los hermanos Manuel y Antonio Machado; o el miembro de la Generación del 27, Vicente Aleixandre, que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1977. Antonio Machado recuerda su nacimiento en el Palacio de las Dueñas, donde vivía su familia, con estos versos:
“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero…”
La ópera Carmen, de Georges Bizet, que está basada en la novela homónima de Prosper Mérimée, nos cuenta la vida y tragedia de una cigarrera gitana sevillana por sus amores con un oficial francés y un conocido torero. Una obra apasionante, exitosa y convertida en clásica, que sigue representándose desde su estreno en París en el año 1875, y que incluso ha sido llevada al cine en varias ocasiones.
Entre otras vivencias que he tenido estos días, recuerdo una entrañable. Acudí a un supermercado para hacer algunas compras. Cuando terminé fui a la caja que atendían, alternándose, una joven y otro chaval que se dedicaban también a reponer género en las estanterías. El más cercano a la caja era este último y a él le correspondía atenderme. Pero cuando me iba a cobrar, llegó una mujer joven que trabajaba en el establecimiento.
Él interrumpió su faena y le dijo a la recién llegada: “mírala, si parece la reina de Martes Santo y con esa alegría que lleva encima”. Se acercó a ella y la besó en la mejilla, mientras decía: “así hay que venir con esa carita de fiesta”. Ella, agradecida, trató de excusar su llegada con retraso y le dijo: “es que el tráfico hoy está fatal, parece que hay más gente que nunca y a los chiquillos tengo que dejarlos en el colegio”. Cuando por fin me atendió, me pidió disculpas, a lo que yo le sonreí.
Siempre que me voy de esta ciudad, busco alguna excusa para volver. Y entonces recuerdo emocionado la estrofa de la popular canción que nos habla del barrio de Santa Cruz:
“Están clavadas dos cruces
en el monte del olvido
por dos amores que han muerto
sin haberse comprendido”.