Subiendo hacia Jerusalén con sus discípulos, Jesús va creando la nueva comunidad del Reino, una familia de discípulos en torno a su persona, que viven la pertenencia a Dios de forma definitiva. Ser hijos del Padre de Jesús, ser discípulos del Hijo de Dios, es algo que debemos aprender en su compañía, detrás de sus huellas, siguiendo su camino.
En la última etapa de su misión, cuando subía a Jerusalén, la enseñanza de Jesús se hace especialmente importante para sus discípulos más cercanos. En este domingo proclamaremos en el evangelio dos enseñanzas de Jesús a sus discípulos: la fe y la humildad.
Los apóstoles toman la iniciativa y le hacen un ruego al Señor: «Auméntanos la fe». La respuesta de Jesús suena un tanto extraña. No parece conceder lo que se le pide, se limita a constatar la falta de fe de sus seguidores: si fuera como una pequeña semilla podría obrar maravillas.
¿También hoy le pedimos a Jesús que nos aumente la fe? ¿O pensamos que ya tenemos una fe suficiente? ¿Hasta dónde puede crecer nuestra fe? ¿Hasta dónde ha crecido? Ya hemos recordado en estas páginas muchas veces aquella otra frase de Jesús: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». Es evidente que las sociedades occidentales son menos creyentes; pero, ¿cómo va la fe de los creyentes?
Los esfuerzos pastorales de la Iglesia parecen ir encaminados a que la gente acuda más a las iglesias, aunque haya que inventar reclamos diferentes al Evangelio. No dejamos de tener, todos los años, nuestras tandas de niños que hacen la Primera Comunión, los grupos de jóvenes que se confirman, algunas parejas que se casan; pero, las personas que reciben todos estos sacramentos, ¿tienen fe? ¿Cuánta fe? ¿La tienen aquellos catequistas que se encargan de prepararlos? ¿La tenemos los sacerdotes que los celebramos?
Por aquí va la respuesta de Jesús a sus discípulos: efectivamente, os falta fe. Esta es la primera condición para crecer como creyentes: somos muy poco creyentes, todos. No dejamos de quejarnos de la falta de fe de la sociedad, o de los jóvenes y, tal vez, esa mirada hacia afuera nos impide comprender el problema principal: nuestra propia fe. En presencia de Jesús nos vemos pequeños, con una vida que no está a la altura de su amor por nosotros. En presencia de Jesús no nos sentimos cómodamente creyentes, sino poco creyentes, necesitados de él.
La fe es como una pequeña semilla, como la mostaza, que es capaz, no solo de producir un arbusto frondoso, sino de arrancar de la tierra un árbol enorme y plantarlo en el mar. El ejemplo de Jesús no parece tener mucho sentido: la paradoja del ejemplo sirve para que profundicemos en el misterio de la fe.
Los Salmos, hablando del éxodo, nos dicen Dios sacó una vid de Egipto y la trasplantó en Canaán para que sus pámpanos se extendieran y dieran fruto. Ahora, Jesús nos dice que el creyente puede también trasplantar árboles a terrenos insospechados, como el mar. La fe no solo nos da fuerza para hacer aquello que debemos, aquello que es posible: la fe hace posible todas las cosas, porque nos pone de parte de Dios, para quien nada hay imposible.
¿Nos aumentará Jesús la fe a los suyos? ¿Se lo pediremos con insistencia? Tal vez, la gracia de este domingo consista en hacernos conscientes de nuestra falta de fe: nos lo dice él mismo, nos desvela el posible vacío interior de nuestra religiosidad.
La segunda enseñanza tiene que ver con la humildad como una actitud objetiva, sin fingimientos. Humilde no es solo aquel que acepta sus límites, sino todo aquel que, después de trabajar incansable por el Reino, sabe que no ha hecho más de lo que debe.
Para Jesús, la consecución de nuestros objetivos no nos lleva a un glorioso reconocimiento de nuestros méritos por parte de los demás, sino al reconocimiento propio de nuestra condición de siervos. No somos héroes, sino siervos del mayor Señor. La obediencia es la clave de nuestro trabajo por el Reino.
Fe y obediencia: dos claves para crecer en el seguimiento de Jesús.
