Muchos siglos atrás, también Simón, un pescador galileo, le preguntó a su Maestro sobre el cuánto: cuántas veces es necesario perdonar cuando alguien te ofende. La respuesta es sabida por todos: siempre, es decir, “setenta veces siete”.
Interpretada desde las palabras de Bob Dylan, la pregunta de Pedro podemos comprenderla también desde la perspectiva del que se construye con sus actos: ¿cuántas veces tengo que perdonar para convertirme en una persona misericordiosa?
Lo que “el cuerpo nos pide”, normalmente, es criticar, juzgar, defendernos frente a los demás. La misericordia es fruto de un largo camino de aquel que ha sido perdonado y, con esfuerzo, decide también perdonar a los demás día tras día.
Los roces existirán siempre, las dificultades de la vida, el pecado, los malentendidos. La clave está en nuestra libertad: cómo reaccionamos ante ello.
La escuela de Galilea tiene aquí una de sus asignaturas más fundamentales: aprender a perdonar, adquirir un corazón comprensivo y una voluntad que ama.
Cuando perdonamos, no estamos solo realizando un acto por el bien de la otra persona, un acto de gratuidad y magnanimidad: estamos también realizando un acto que nos beneficia a nosotros mismos porque, al elegir la bondad, nos vamos convirtiendo en mejores personas. De esta forma, gracias a la misericordia, somos capaces de sacar de los males bienes y el pecado no tiene la última palabra. ¡Bella capacidad del ser humano de llenar de belleza sus relaciones y construir cuando parece que todo se va destruyendo!
Por otro lado, la importancia del perdón nos habla también de la libertad del ofendido. Solo puede perdonar la persona que ha recibido la ofensa. Recuerdo una preciosa película, cuyo título he olvidado, que narra la historia de un soldado polaco que escapa de los campos de castigo soviéticos en Siberia; tarda años en volver a su patria. En un momento de la película, cuando no tiene fuerzas para continuar, revela a un compañero su motivación más profunda para seguir caminando: su esposa lo denunció bajo amenza; por eso, como solo él puede perdonarla, tiene que regresar. ¡Preciosa lección de lo que es el amor y su fuerza para mover nuestras vidas!
El juez no puede perdonar: sería cometer una injusticia. En cambio, la persona ofendida sí puede perdonar. Me pregunto, entonces, cómo han de ser perdonados las personas que han asesinado a alguien. ¿Quién perdonará, si los ofendidos ya no existen? ¿Quién perdonará, también, a aquellos que han realizado abortos? ¿Es suficiente el dolor o el castigo para redimir la culpa?
Quiero pensar que el perdón es posible incluso más allá de la muerte. Creo que la resurrección es también un postulado de la misericordia. Con el regalo de la vida recuperada, Dios no solo reivindica a las víctimas, sino que hace posible el perdón de los que les hicieron daño. La resurrección no es solo un postulado de la justicia, sino de la clemencia.
Jersús de Nazaret ha vencido el pecado y la muerte, con él han triunfado la misericordia y la vida. La fe en su victoria es una fuente inagotable para aprender a perdonar y creer en el futuro.
¿Cuántas veces? Siempre. “Cada vez que lo hacéis…”. También es propia de Jesús esta insistencia en los actos concretos: importa cada decisión, es una victoria de la libertad del hombre, una derrota del odio y de la muerte, una siembra de amor y de futuro.
“En la vida y en la muerte somos del Señor” dice Pablo de Tarso. “En la vida y en la muerte somos carne de misericordia”, siempre llamados al amor y al perdón.