Hablar de la calidad que encierra una determinada democracia sería tanto como hacerlo de la categoría humana que atesoran quienes la componen. Y quizá podríamos saberlo, averiguando la proporción existente entre aquellos que la defienden con su esfuerzo solidario y los que se aprovechan y viven de ese esfuerzo que los primeros realizan para contribuir a hacerla algo mejor.
Hace treinta siglos que el poeta Homero dijera eso de “qué llevadera es la labor cuando muchos comparten la fatiga”. No hace muchos años un brasileño, Paulo Freire, decía algo parecido pero en referencia a una realidad más próxima y concreta. “La solidaridad social y política que necesitamos para construir una sociedad menos fea y menos agresiva, en la cual podamos ser más nosotros mismos, tiene una práctica de real importancia en la formación democrática”. La frase de Homero sigue siendo universalmente válida y lo será mientras los hombres mantengamos un mínimo de inteligencia; la de Freire también aunque contenga un sentido político y por lo tanto más parcial; pero una cosa parece cierta, la tierra es de todos y todos podemos y debemos vivir también en ella con comodidad existencial, desarrollando nuestras potencialidades como personas. Aquello que las dos frases trasmiten es la idea de solidaridad, el único camino que nos llevará a la consecución de todas las aspiraciones de la civilización humana.
Y es que causa estupor y algo más observar cómo tras tantos siglos de existencia, nosotros, hombres y mujeres modernos que nos decimos inteligentes y civilizados, continuemos profundamente divididos en ideas y objetivos. Desilusionante y traumático que no hayamos aprendido a dejar un hueco a quien no lo tiene; que el afán posesivo y de codicia, esa obsesión por poseer mucho más de lo que nos hace falta para subsistir, para vivir de manera digna y cómoda nos acabe, paradójicamente, amargando la existencia; que la máquina voraz que genera la inaguantable dinámica de querer tener más y más, que esa absurda vanidad de pretender no ya tener sino “ser también más que el de al lado” nos lleve a un estado de falta de solidaridad en un mundo que se cree y se dice curiosamente globalizado y socializado.
En relación a esto considero que el gran error de la socialización y de las revoluciones en general está en proclamar la igualdad social desde el necesario prisma de creer que las cosas y los bienes han de ser repartidos entre todos, pero, y creo que es ahí donde reside su fracaso en el tiempo, nunca hablan de que ese reparto ha de acabar siendo “compartido” entre todos también.
La solidaridad será un hecho cuando los hombres obremos conducidos y convencidos por una certeza trascendente, por algo que haga elevarnos sobre el plano en el que estamos mentalmente situados, el plano de la competencia frente al otro. Freire habla de la solidaridad social y política, pero esa solidaridad si un día llega a darse a nivel universal, será como consecuencia de la aceptación amable de un ideal al que todos nos dirijamos convencidos de que es el único camino, consecuencia de un enamoramiento de los seres humanos, de unos hacia los otros. Los hombres hemos de mirarnos de otra manera más confiada, más generosa, más comprensiva y cariñosa, más genuinamente humana.
Hay por ahí una película francesa, “Las nieves del Kilimanjaro” que es una adaptación del poema de Víctor Hugo, “Las pobres gentes”. Una de las críticas vertidas sobre ella dice: “Una película ejemplar para estos tiempos de engaño y falta de solidaridad permanente”. Si quieren empaparse de un profundo canto a la solidaridad, no dejen de verla. No a la teórica y literaria solidaridad que encierran estas líneas, sino a la solidaridad que un matrimonio formado por un sindicalista y una empleada de hogar de mediana edad pone en práctica de una manera vital. Un cántico a las generosas nieves de la solidaridad.