El Gobierno español ha anunciado la llegada a nuestro país de 19 menores procedentes de Gaza para recibir tratamiento médico, acompañados por nada menos que 73 adultos. La noticia, presentada como un gesto de solidaridad y humanidad, esconde sin embargo una serie de interrogantes que ningún responsable político parece dispuesto a responder.
¿Quiénes son exactamente esos acompañantes? ¿Qué tipo de verificación se ha hecho para garantizar que ninguno de ellos tenga antecedentes criminales, vínculos con grupos terroristas o participación en actividades violentas? Preguntas incómodas, sí, pero imprescindibles. Porque la experiencia reciente demuestra que no todos los “civiles palestinos” lo son en el sentido estricto del término. Muchos de los secuestradores y cómplices del 7 de octubre fueron precisamente médicos, profesores o vecinos aparentemente normales que colaboraron con Hamás en el cautiverio de los rehenes israelíes.
España, sin embargo, parece haber renunciado a cualquier control riguroso. Ni se ha informado sobre los mecanismos de seguridad aplicados, ni se ha explicado cómo se garantizará que, una vez concluidos los tratamientos, todos los acompañantes regresen efectivamente a Gaza. La opacidad es total, y la confianza ciega se ha convertido en política de Estado.
Este episodio no es un hecho aislado. Desde 2018, el Gobierno de Pedro Sánchez ha destinado más de 70 millones de euros en ayudas a Palestina, canalizadas a través de la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECID) y diversas ONG, muchas de ellas con vínculos o simpatías hacia organizaciones abiertamente hostiles a Israel. En 2023, sin ir más lejos, España fue uno de los países europeos que más incrementó sus transferencias a la Autoridad Palestina y a la UNRWA, agencia de la ONU salpicada por repetidos escándalos de corrupción y por el uso de fondos en actividades propagandísticas o directamente terroristas.
Mientras tanto, ninguna auditoría pública ha permitido conocer con claridad el destino real de ese dinero. Ni el Congreso ha exigido rendición de cuentas, ni el Ministerio de Asuntos Exteriores ha ofrecido datos verificables sobre la trazabilidad de esas ayudas. Transparencia cero.
La solidaridad no puede ser sinónimo de ingenuidad. España tiene la obligación moral de ayudar, sí, pero también la responsabilidad política de hacerlo con rigor, control y supervisión. De lo contrario, la frontera entre la compasión y la complicidad se difumina peligrosamente.
La política exterior del sanchismo ha convertido la causa palestina en un instrumento ideológico interno. Se financia sin control, se anuncia sin evaluación y se presume de humanidad mientras se desatienden los riesgos que conlleva esa ligereza.
Ayudar es justo. Pero ayudar sin garantías, sin transparencia y sin rendición de cuentas no es solidaridad: es irresponsabilidad institucional. Y, en materia de seguridad, la irresponsabilidad nunca sale gratis.
