Aquellos seguidores se parecen poco a los “seguidores” actuales de las redes sociales. A lo largo de este domingo, en las iglesias se recordará una escena que nos ofrece algunas características principales de los seguidores del Maestro de Nazaret.
Jesús está subiendo a Jerusalén: comienza la segunda parte de su ministerio, que estará marcada por el fracaso. Aquí tenemos un primer rasgo identificador: los seguidores suelen ser tales cuando las cosas van bien, cuando hay fama y éxito. Jesús, en cambio, es Maestro que busca seguidores para seguirle hacia la entrega; en la dificultad se purifican las motivaciones y se consolida el compromiso. La primera dificultad surge desde el principio: los samaritanos no acogen al grupo de Jesús que se dirige a Jerusalén. Estos samaritanos son signo de muchas culturas e ideologías que no aceptan la dirección del cristianismo, su propuesta de vida; Jesús y su Iglesia son rechazados, muy a menudo, en su camino por esta historia. Ahí se fragua el seguimiento verdadero, la adhesión gratuita al Maestro, por amor.
Desde aquí se entiende la primera frase que le dice Jesús a uno que desea seguirle: “Las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Seguir a Jesús es vivir a la intemperie, es dejar atrás seguridades: su patria es solo el corazón de Dios, por eso está de paso por todos los lugares.
Cuando uno quiere ser discípulo suyo, Jesús no le promete frutos y felicidad, sino desposesión y desarraigo: ¿es lo mismo que está haciendo la Iglesia en la actualidad? A veces, parece que queremos hacer una pastoral vocacional desde las promesas fáciles y las ofertas atractivas, y me pregunto si esto es lo que habría hecho Jesús de Nazaret.
En el diálgo con un segundo candidato, la iniciativa de la llamada parte de Jesús –“Sígueme”–, pero el candidato tiene una prioridad antes de responder: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”. Parece una petición laudable y en armonía con las leyes divinas y humanas de la piedad filial. Pero Jesús responde de forma sorprendente: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios”.
Más allá de la hipérbole de la frase, Jesús quiere resituar las prioridades del discípulo. El Reino es más importante que la ley, más importante que la piedad o la familia. El Reino es vida que se extiende y se debe dejar todo para que esa vida llegue a todos, también a los muertos.
Debajo de la petición del llamado, ¿no se esconde una excusa para retrasar la respuesta? Siempre tenemos motivos razonables para decirle a Dios que se espere un poco: ¿cómo se le puede decir al Señor de todo que hay cosas prioritarias frente a él y su palabra creadora? Al hombre le cuesta responder a la llamada; a menudo, como no se atreve a decir no, se limita a posponer la respuesta.
Conozco a muchos jóvenes que se parecen a aquellos primeros llamados por Jesús: siempre hay algún motivo para dilatar la respuesta. En muchos casos, esa espera ha enfriado la llamada y se ha perdido en el pasado: ¿no es, en el fondo, lo que quería el joven?
También conozco jóvenes y menos jóvenes que, debido a la familia, le han dicho no a Dios. Es el caso del tercer diálogo que escucharemos este domingo en nuestras parroquias: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”. La respuesta de Jesús, como siempre, es contundente: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios”.
Este domingo ha comenzado el cursillo de ingreso en nuestro Seminario: se repiten las claves de ayer; pero, como ayer, creemos en la fuerza de la palabra del Maestro. Algunos, se atreverán al seguimiento.