“Nuestras palabras solo pueden tener algún valor y utilidad si provienen del silencio de la contemplación; de lo contrario, contribuyen a la inflación de los discursos del mundo, que buscan el consenso de la opinión común” (Benedicto XVI). El mismo Hijo de Dios es el Verbo “salido del silencio” (Ignacio de Antioquía).
¿Cuántos libros se publican a lo largo de un año? ¿Cuántos periódicos, cuántas reflexiones enviamos a través de nuestros móviles a una gran cantidad de personas? Es verdad que la sociedad de la imagen parece querer suplantar a la civilización de la palabra. Se mira más que se lee; la pantalla sustituye al libro; la película, a la novela. ¿Estamos perdiendo la palabra?
Yo creo que no, más bien al contrario: junto a la imagen, se multiplican las palabras. Estamos, quizá, perdiendo, la palabra verdadera, la palabra profunda, su conexión con lo real, su sinceridad radical. ¿Por qué?
Porque la palabra verdadera procede del silencio de la contemplación. Así ha sido siempre, así sigue siendo en nuestros pequeños: de tanto escuchar aprenden a hablar.
Tiempo para descansar
Llega el verano y muchos encuentran, por fin, tiempo para descansar. Pero, ¿cuál es el ritmo de nuestro ocio? ¿No es el mismo que el de nuestro trabajo y nuestra vida social? Los más atrevidos encuentran tiempo para conversar en vacaciones, incluso tiempo para leer. Pero, ¿cuántos encuentran también tiempo para contemplar, para callar, para escuchar, para hacer silencio y disfrutar del ritmo interno de las cosas, de la belleza serena de un mundo que está ahí, esperando nuestra mirada interior?
Contemplar no es “no hacer nada” sino, tal vez, la actividad más intensa y más humana de cuantas podemos realizar. Es abarcar el mundo con la capacidad de asombro que hemos recibido como el instinto más innato y profundo de nuestras almas.
Contemplar no es leer el estudio sociológico de un país para adecuar nuestro discurso a lo que las gentes quieren escuchar. Contemplar no es leer deprisa unos textos bíblicos para pronunciar, apresuradas, unas palabras de homilía que no llegan a nadie porque no brotan de nadie.
Necesitamos alimentar nuestro interior para decir algo verdaderamente nuevo, algo realmente útil y constructivo.
El ministerio público de Jesús, la Palabra misma de Dios, duró apenas dos años, y estuvo precedido por un largo silencio de más de treinta años en el silencio de Nazaret.
Como los profetas
Contestamos demasiado deprisa: a los demás y a los problemas del mundo. La palabra verdadera, para ser pronunciada con fruto, ha de ser sembrada antes en nuestro corazón: debemos digerirla con tranquilidad, como los profetas. También los sufrimientos que nos llegan de los demás: hemos de aprender a escuchar con hondura, a contemplar los gritos de los demás para saber dar respuestas válidas, más allá de las decisiones demagógicas o la crítica fácil.
Muchos son los problemas de nuestro mundo; muchos, los de nuestras sociedades avanzados. Pero el más importante, seguramente, no es la economía. O, tal vez, sí: la base de la economía, esa confianza que cimienta nuestras relaciones y que no es posible sin un ritmo profundo que sabe contemplar la realidad.
La filosofía nació fruto del asombro, de la contemplación gratuita, no utilitarista, de lo real. También nació así la ciencia. Gracias a ello, más tarde, fuimos capaces de ser eficientes y útiles. ¿No estaremos perdiendo las raíces gratuitas de nuestra sociedad efectiva?
También la fe cristiana brotó de la contemplación. Y ahí debe buscar las claves de su renovación. Tiempo para el silencio, para abrir los ojos y escuchar los sonidos que la vida nos hurta en la vorágine de lo cotidiano. Existe una música, aquella que busca el alma, que está cantando, ahí fuera, para nosotros: necesitamos aprender a escucharla.