Una de las mejores cosas que me han pasado en 2019 –aparte de votar frenéticamente, como el que se come los yogures a punto de caducar– ha sido leer ‘Los asquerosos’ (Blackie Books, 2018), del vasco Santiago Lorenzo (Portugalete, 1964).
El protagonista de la novela, Manuel, es un joven que sobrevive en Madrid a base de trabajos precarios. Su casi patológica incapacidad para hacer amigos –aunque lo intenta con obstinación– le obliga a llevar una vida prácticamente monacal. Sin embargo, un día se ve mezclado fortuitamente en una manifestación y tiene un desgraciado incidente con un policía antidisturbios, al que hiere no sabe si mortalmente. Entra en pánico y decide poner tierra de por medio. Para dificultar su posible localización y más que seguro encarcelamiento se oculta en un pequeño pueblo abandonado de Castilla, de esos de la España vacía, pero vacía del todo.
Hace suya una casa y ayudado por su tío, que le manda lo imprescindible para salir adelante mediante un intrincado sistema de envíos periódicos, consigue aceptar y hasta habituarse a un modo de vida –en la más absoluta soledad y con múltiples carencias– que no sabe cuánto durará. Pero la novela se llama ‘Los asquerosos’ por algo. Y hasta aquí puedo leer.
En una entrevista, Santiago Lorenzo pone varios ejemplos de quiénes son para él ‘los asquerosos’ en la vida real: “Los que se tragan con sosiego las guarradas del McDonald’s porque en el anuncio han dicho que la lechuga que le meten a la hamburguesa es muy natural. Los que encuentran gracioso tirarse pedos, los Pepitos Piscinas, las ratas de centro comercial, el entorno talent show y su firme determinación a abonar la horterez. Los que hablan mal del buenismo porque sí, con su retintín de malotes”.
Manuel, buenazo de nacimiento, también ha sido un ‘asqueroso’ involuntariamente, obligado por las exigencias de alguno de sus trabajos miserables. En uno de ellos estuvo empleado atendiendo por teléfono las reclamaciones –la mayoría de ellas por cobros que excedían lo contratado– de los clientes de una compañía de telefonía. La descripción de su trabajo lo dice casi todo sobre el mundo en el que vivimos y que la inmensa mayoría aceptamos mansamente:
“Los empleados debían derivar las llamadas a una instancia superior para su solución. Manuel notó que muchos clientes volvían a llamar al día siguiente, y al siguiente, porque su problema seguía sin resolverse. Presintió que las reclamaciones se desoían aposta, y así hasta que el demandante se cansara. Que era bien pronto, en un alto porcentaje de protestas. Muchas personas ni se daban cuenta del sablazo, porque no tenían costumbre de mirar sus extractos (con lo cual, ni apelaban). Otras lo dejaban estar, por timidez, porque les sobrepasaba exigir, porque preferían perder el dinero antes que seguir dedicando las mañanas a su queja, porque será que es que esto va así. Ahí estaba el beneficio. Solo se restituía el cobro indebido al que insistiera equis veces. Los empleados manejaban teléfonos defectuosos, cuyos frecuentes fallos de conexión incineraban la paciencia del más pintado”.
La novela tiene mucho de parábola sobre la soledad, sobre el consumismo, sobre el apego a lo material y sobre la cercanía a la naturaleza. Manuel pasa de la gran ciudad, llena de gente pero donde es incapaz de encontrar un solo amigo, a la más absoluta soledad de un pueblo vacío (o vaciado, como suele decirse ahora). De trabajos mal pagados con los que apenas puede ir tirando, se ve abocado a otro tipo de supervivencia, la auténtica y primitiva de un hombre frente a la naturaleza, en este caso el desolado campo castellano. A base de ingenio, paciencia y renuncias consigue sus frutos, aunque no siempre son los esperados.
Todos –al menos yo sí— hemos tenido alguna vez la tentación de mandarlo todo al cuerno y largarnos lejos, a donde nadie nos conozca (no sé por qué yo siempre pienso en la provincia de Zamora) para empezar una nueva vida. Aunque a la fuerza, Manuel lo hizo y su vida cambió para siempre.
Todos, también, nos consideramos justos, buenos, honrados y tolerantes a nuestro propio parecer, pero, querámoslo o no, no podemos evitar ser asquerosos a los ojos de alguien por algún motivo, un motivo inimaginable para nosotros y evidente para los demás.