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24 abril 2024
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Tradición oral

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Inagen de archivo de un mayor con un niño / Lanza
Rafael Toledo Díaz / VALDEPEÑAS

Desde hace tiempo se pregunta si el acuñado concepto de “reloj biológico”  debería aplicarse a otros ciclos vitales además del mecanismo interno que controla los ritmos fisiológicos de las personas y, en especial, la época fértil de la mujer. Lo hace porque existen etapas de la vida muy marcadas en función de la edad y entiende que aplicando un nuevo concepto del reloj biológico ya debería ser abuelo.

Y como por edad está en ello, elucubra y fantasea sobre un pretendido descendiente, no para que conserve su apellido, ni porque le preocupe que la familia se finiquite. Ese deseo lo manifiesta porque le gustaría transmitir la herencia emocional que recibió de sus mayores y, además, compartir las experiencias que ha ido adquiriendo a lo largo de su trayectoria vital.

Con esa actitud intentaría paliar o corregir todas las carencias que, como padre, había podido tener, quería reconciliarse con sus vástagos ejerciendo de abuelo, aunque fuese contando batallitas reales o inexistentes, transmitiendo esa pequeña historia que no viene en los libros y de cómo ha vivido él todos esos sucesos. En definitiva, hacer uso de la tradición oral, una actividad que se pierde, sobrepasada ahora por la frivolidad de las nuevas tecnologías de la comunicación.

Sin un orden cronológico le gustaría hablarle a ese imaginado retoño sobre los grandes avances tecnológicos conseguidos en apenas sesenta años y aún cambiando de siglo. De su niñez en el pueblo, de los carros de mulas y las galeras de su infancia. Cuánta diferencia hay entre aquellas camionetas destartaladas y los viejos autobuses, a los que llamaba “pava”, y estos bólidos actuales diseñados para acometer velocidades de vértigo, algo que pueda comprobar en viejas fotos de blanco y negro.

Contarle sobre los fríos inviernos de su infancia, cuando desde los tejados de las casas colgaban los chupones de hielo, un frío que se metía en los huesos a pesar de aquellas gruesas camisetas de felpa o las pesadas pellizas de los viejos. Del calor del verano y del agua fresca con sabor a anís de los botijos o la barra de hielo en la nevera. De las calles empedradas y los regueros de agua que salían de los albollones, porque en aquel tiempo no había alcantarillado.

Que cuando no le guste un alimento, le refiera las bondades de ahora frente a las carencias del pasado siglo. Manifestarle que, aunque su generación no pasó el hambre de la posguerra, comieron muchas patatas, se alimentaron con mucho pan y poco chocolate y que otros alimentos más variados eran para las clases más favorecidas. Quería hablarle del ritmo lento de aquel tiempo, esperando la fiesta, esperando la Semana Santa y el sonido triste de la bocina. Temiendo por la cosecha, aguardando la dura vendimia. Hablarle de las eras, donde además de trillar con las mulas, se jugaba al balón cada tarde y aprendiendo a montar en bicicleta. Esperando a hacerse mayor, en definitiva, esperando el futuro, ése que ahora ya es presente.

Decirle que, aunque con otras palabras, siempre hubo bullying o acoso. Que estuvo gordo y le pusieron un mote, que se metían con él porque era torpe en la gimnasia y que le mandaban anónimos por su condición de empollón en el colegio, aquél donde paralizaban las clases porque el cura o los misioneros de turno iban a dar un sermón.

En algún momento le diría lo duro que fue dejar el pueblo cuando apenas era un adolescente, la falta de amigos en la gran ciudad y el pequeño exilio que supuso hacer la mili en Ceuta. Allí en aquella ciudad africana escribió a la que sería después su abuela cartas llenas de romanticismo, textos inspirados durante las largas noches de guardia contemplando las luces de los barcos que atravesaban el Estrecho de Gibraltar. Correo íntimo que está guardado en alguna caja de zapatos perdido en algún armario. Postales y correspondencia que al releer no reconoce por lo pragmático que se ha vuelto.

Contarle que después de toda una vida de trabajo tratando de ser honesto, apenas ha conseguido nada, que sólo el ahorro y una cierta austeridad han servido para que disfrute de un tiempo apacible. Días y horas de las que apenas puede rescatar algunas anécdotas, pero que sirvieron para sustentar a la familia a pesar de las cíclicas crisis económicas, empezando por la del petróleo y terminando con la burbuja inmobiliaria.

También hubo muchos momentos en los que se divirtió y no faltaría la ocasión donde enseñarle como se coge un capote de torear, hacer lo mismo que su abuelo hizo en la infancia con él. Contarle que vio torear a Antoñete y a Julio Robles, un torero por el que sentía una gran admiración y muchos otros toreadores que ahora ya son historia, que son pasado.

De su pasión por el teatro y por la lectura, algo que imperiosamente debía inculcarle para que creciera como persona. Hablarle de lo bonito que es enamorarse y de lo importante que es la amistad, de lo bueno que supone ser noble y generoso.

Contarle que se siente muy mayor, desfasado porque no le interesa la música electrónica ni el heavy metal, que le gusta más el pop que el rock, que se quedó anclado en los cantautores y que cada vez  más reivindica la copla de siempre.

Que a pesar de estar atento a las noticias, está desencantado de la política y de los políticos, que cada día tiene más dudas que certezas, pero que le queda un poso de fe al que no renuncia. Del miedo que le da el frío de los muertos, porque la gente, las personas, algún día se mueren aunque no se lo quieran contar a los niños.

Deseaba contarle historias y batallitas, relatos, cuentos y leyendas de siempre, reales o inventadas, hacerlo paseando por el parque buscando caracoles, comiendo polos y gusanitos y manchándose la camiseta con chocolate.

Acunarlo, abrazarlo y comerlo a besos, aquellos besos que escatimó a sus hijos, ocupado siempre en la vorágine diaria. Ahora disponía de todo el tiempo de un jubilado para compartir esa tradición oral que nunca pueden reflejar las pantallas de los móviles y los ordenadores.

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