A mediados del pasado siglo los niños de la ciudad minera esperaban la feria como agua de mayo. Si, por añadidura, pasada la feria el mes de mayo llegaba lluvioso, todos quedaban contentos: los grandes por el agua y los chicos por la feria. Sin embargo, los niños de entonces no solo esperaban la feria sino además que bien los padres, bien los abuelos, bien los tíos, les dieran dinero para poder disfrutarla. Posiblemente no conocieran el dicho “más largo que una feria sin dinero”, aunque es seguro que habían pasado más de una vez por tan cruel experiencia. Y le temían más que a una vara verde, como la que usaba el maestro para meter en cintura a los escolares díscolos.
Ni que decir tiene que por aquel tiempo en blanco y negro los niños sufrían desamparo en necesidades que completaban una extensa lista, donde el dinero ocupaba un lugar preponderante. El recuento de sus caudales, por así decirlo, no lo efectuaban en pesetas sino en céntimos, y las habituales inquilinas de sus remendados bolsillos solían ser las monedas de 5 céntimos (la perrilla) y de 10 céntimos (la perra gorda). La moneda de 50 céntimos (el agujereado dos reales) era rara como querer ir a la escuela, y la moneda de 1 peseta (la rubia) se convertía en objeto de deseo pocas veces cumplido. En los bolsillos de aquellos niños solo cabía encontrar, por tanto, algunos céntimos, el moquero hecho un gurruño y el trompo con la guita hecha un ovillo. Quizá también algún roto por el que se podía palpar la pierna aterida en invierno bajo el pantalón corto.
Con intención de conseguir el infalible salvoconducto que abría las taquillas de todas las atracciones feriales, un niño de la época creyó encontrar la solución al enrevesado rompecabezas de lograr dinero. Había observado desde tiempo atrás que en el corral de su casa se acumulaba un montón de chatarra que no dejaba de crecer. Para su sorpresa, también se encontraban dos cuernos de toro de procedencia misteriosa. Como quien no quiere la cosa, preguntó a su padre por el sentido de aquel acopio inútil. La respuesta fue vaga, algo así como “a ver si el chatarrero se lo lleva”, y dejaba la puerta abierta a la pregunta “¿puedo avisar yo al chatarrero?”. El padre balbució algo que su hijo no alcanzó a entender y se marchó. El niño consideró que su padre se despreocupaba del asunto y lo dejaba en sus manos. No necesitó aguardar muchos días para llamar la atención de aquel hombre que recorría las calles con un carrillo tirado por un burro pregonando: “las camas viejas, los hierros viejos…se compran”.
El hombre se detuvo frente al portalón, seguramente sorprendido por no ver a ningún adulto junto al niño que le había echado el alto. Era muy alto, de piel oscura y rostro esquinado. Imponía una especie de respeto cercano al miedo. El niño le indicó el montón de chatarra y el hombre sacó del carrillo una romana que había conocido tiempos mejores. La memoria infantil es firme como los peñones del cerro de Santa Ana, escenario de los apedreos contra bandas rivales: más de sesenta años después, el niño recuerda los precios que recitó el chatarrero antes de pesar la mercancía: “pago a peseta el kilo de hierro, a nueve pesetas el kilo de plomo y a doce pesetas el kilo de cobre”. El niño amagó a encogerse de hombros en prueba de conformidad.
El chatarrero pesó los metales después de separar los distintos tipos, los echó al carrillo como señal de adquisición y remató la faena apropiándose también de los cuernos de toro sin molestarse en ofrecer un precio: “me llevo también este estorbo”. Sumó la cuenta que había anotado en un papel de estraza y cantó el resultado final: “cabalmente 100 pesetas”. Sacó del bolsillo un fajo de billetes sujeto con una goma elástica, extrajo uno de 100 pesetas y lo alargó al niño, que lo tomó como quien no acaba de creerlo. Cerró el portalón y miró detenidamente el billete, más bien viejo pero entero y verdadero.
Pocos días después, en la primera jornada de feria, el niño se dirigió sin compañía al descampado no lejano de su casa llamado “el bosque”, donde se instalaban las atracciones. No llegaba a entender el nombre del sitio, porque allí no había árboles ni hierba sino una explanada polvorienta que el riego era incapaz de aplacar. Llevaba en el bolsillo el billete de cien pesetas que le entregó el chatarrero y tres pesetas que le había dado su madre. Nada más entrar en el recinto sintió que todos aquellos artificios estaban al alcance de su mano, supo que el botín que atesoraba en su bolsillo los ponía a sus pies.
Antes de darse el prometido festín pasó revista a las instalaciones, que su pandilla dividía en tres apartados: los cacharritos para montar, las casetas para entrar y los puestos para comer. En el primer grupo distinguió los caballitos que suben y bajan, la ola, el látigo, el trenillo de la muerte, los coches de tope, la noria gigante, las barcas, el vaivén y los carruseles para los más pequeños que él ya había dejado atrás. En las casetas para entrar, le alegró ver el laberinto de cristal (que todos los años visitaba), el túnel de la muerte (en el que un motorista daba vueltas a las paredes verticales de un cilindro), el pasaje del terror, el circo (con rugidos de animales vedados a la vista), el teatro chino de Manolita Chen (al que su corta edad le impedía acceder), el cubículo donde se exhibía “la mujer barbuda” (un reducido espacio en penumbra donde apenas se vislumbraba una silueta humana). Por último, para comer se podía elegir entre las berenjenas de Almagro (que incluía el trago de balde en la bota de vino), el turrón de Castuera, el algodón dulce, los pinchos morunos, las manzanas caramelizadas, las almendras garrapiñadas, la rodaja de coco, las humedecidas chufas y un largo añadido.
Deambulaba entre el guirigay de los altavoces celebrando la concurrencia de tantas atracciones y calculando que podía comenzar por un extremo de la feria y terminar por el otro gozando de todas ellas. Sin embargo, su temperamento apocado le advirtió del peligro de que una vez cambiado el billete de cien pesetas lo gastase sin ton ni son, en una vorágine de hartazgo de la que se arrepentiría amargamente. Aceptó la advertencia y decidió que esa tarde solo gastaría las tres pesetas sueltas para ir abriendo boca y reservaría el preciado billete para los días venideros. Incluso, pensó, tampoco era obligatorio agotar todo el dinero en la feria.
Se sintió reconfortado por la idea y continuó recreándose entre las incontables tentaciones placenteras que contemplaba alrededor. Saber que estaban a su disposición con solo decidirlo le producía una sensación reconfortante, se sentía en una situación privilegiada. Tenía que contener las ganas de hacer saber a quienes se cruzaban con él que tenían ante ellos poco menos que al dueño de la feria.