¿Por qué Belén? Según el profeta Miqueas, porque es una de las ciudades más pequeñas de Israel o, mejor, porque, a pesar de ser pequeña, es la cuna del rey David, elegido por Dios por pura gracia.
Cerca de Belén, también en el territorio montañoso de Judá, se sitúa el encuentro entre María embarazada y su prima Isabel, también embarazada. La tradición cristiana ha situado la casa de Zacarías en las inmediaciones de Jerusalén, en la aldea de Ain Karem.
Se trata, por tanto, de lugares concretos a los que se vincula la historia de la salvación. El Hijo de Dios no se ha hecho presente entre nosotros en forma de mito, o en forma de consejo sapiencial o norma elevada.
La clave la leemos en la segunda lectura de este domingo, tomada de la carta a los Hebreos. La superación de los sacrificios antiguos no llega a través de una espiritualidad abstracta o con el nacimiento de una elevación moral del ser humano: «Tú no quieres sacrificios, pero me has dado un cuerpo». Ahí está la clave de la encarnación y de la salvación: el cuerpo.
Por eso es importante Belén, un lugar concreto y ligado a la historia del pueblo; por eso es importante que María salga de Nazaret y se ponga en camino para entrar en la casa de Zacarías: somos presencia, geografía y tiempo tocados por Dios.
Por eso, también, Dios no ha brotado entre nosotros de la nada: ha tomado cuerpo en el cuerpo de una mujer virgen, ha iniciado un proceso largo de debilidad y crecimiento, como todos los seres humanos. Aquel que está por encima del tiempo se ha hecho tiempo para regalarnos la eternidad.
En la Visitación, el cuerpo de Jesús, apenas formándose, se encuentra con el cuerpo del precursor a través de los cuerpos de sus madres, embarazadas y felices, llenas de gracia y prontas para la alabanza.
Nuestra vida y nuestra religiosidad, en cambio, suelen caer en la tentación de un espiritualismo fácil y vacío de contenido. «Pan sin cuerpo» llamaban los israelitas al maná: «religión sin cuerpo» puede llegar a ser nuestra propia fe; en el doble sentido de la palabra: sin cuerpo, sin sustancia, sin fuste, y también sin darle importancia al cuerpo concreto, a la materia, a nuestro arraigo en el tiempo y en el espacio.
Cristo, en cambio, nos ofrece un camino «con cuerpo», es decir, con contenido, con peso, con hondura, ofreciéndonos su propio cuerpo humano como camino y como clave para caminar. Creemos que es su carne la que nos salva, esa que comemos en el sacramento de nuestra fe.
En Navidad recordaremos las preciosas palabras de Juan al comenzar su primera carta: «Aquello que hemos visto, oído y tocado os lo damos a conocer para que nuestra alegría sea completa, para que también vosotros podáis participar de nuestra propia alegría que tiene cuerpo, porque la Vida se ha hecho visible».
No podemos ser creyentes sin ver, sin oír, sin tocar. La Navidad es un signo que nos interroga a todos, sobre todo a los cristianos en la distancia y la lejanía, a los no practicantes, a los practicantes virtuales, a los que piensan que puede existir un cristianismo sin encarnación, sin cuerpo, sin materia, sin presencia.
Por eso, la Eucaristía compartida por la comunidad, comiendo físicamente el cuerpo de Jesús, será siempre la clave del cristianismo, la fuente de su vitalidad y el motor de su misión. Creemos en el cuerpo de Jesús nacido de María, creemos con todo nuestro cuerpo y nuestro espíritu.
Comemos con nuestros cuerpos el cuerpo de Jesús, creemos con nuestro cuerpo y esperamos la resurrección del cuerpo. Esto es la Navidad: el cuerpo de Dios, la limitación del Absoluto, el llanto de la Palabra, la ternura humana de aquel que es el Amor; alegría colmada que se nos transmite en lo pequeño.
¡Feliz Navidad!