En el Antiguo Testamento, ungir con aceite es un acto simbólico para consagrar a un rey o a un profeta; también se ungía a los sacerdotes. El profeta Isaías nos habla de una unción especial: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres…”. Ya no hay aceite: el mismo Espíritu del Señor unge al profeta.
Esto es lo que vemos realizado en el Bautismo de Jesús: el aceite ha dado paso al Espíritu. Ya no se trata de un símbolo, de un rito externo, sino de una realidad, de una capacitación profunda.
Es por ello que Jesús, una vez ungido, aparece como aquel que es movido por el Espíritu. Toda su misión la realiza Jesús como sujeto, pero la iniciativa es del Padre y la fuerza la da el Espíritu de Dios: él capacita para la misión. Jesús, aun siendo Dios, no está solo: es toda la Trinidad quien participa en la misión del Hijo.
Desde la presencia del Espíritu, podemos comprender mejor el tipo de misión que Jesús realiza y sus requisitos fundamentales.
La capacitación no depende tanto de las aptitudes externas, humanas. Jesús no aprendió excesivas pedagogías, ni fórmulas milagrosas, ni retórica para mover a las masas… La clave de su éxito está dentro, brota desde lo hondo, de su propia intimidad habitada por el Espíritu del Padre. Es lo opuesto a la hipocresía, que consiste en realizar gestos o acciones que no se corresponden con lo que pensamos. El hipócrita actúa superficialmente, para encubrirse o para engañar. “De la abundancia del corazón habla la boca” dice nuestro refranero. Esto lo podríamos aplicar a Jesús: de la abundancia del Espíritu habla su boca y actúa toda su persona.
Si es el Espíritu de Dios el que mueve es porque estamos ante una misión religiosa. Jesús curará enfermos, expulsará demonios, resucitará muertos, predicará el amor al prójimo y al enemigo; pero, todo ello, para inaugurar el Reino de Dios. Su misión tendrá muchas dimensiones, pero lo fundamental, la esencia de su camino, es la relación con Dios, la llamada a la conversión.
Si es el Espíritu el que mueve, la vida de Jesús no será un conjunto de actos correctos o heroicos, sino una espiritualidad, un estilo. Toda la vida de Jesús es misión, y está revestida de una belleza peculiar que le da forma. Es la belleza que precede a la acción, la alegría que precede a la voluntad. Jesús no es un voluntarista. Jesús no fue un hombre que realizó actos salvíficos sueltos: su vida toda, brotando del Padre, está inundada por el Espíritu para ser salvación cotidiana, vida entregada. El Espíritu unifica la vida de Jesús. Él no ha vivido a saltos, no ha llevado una vida rota: su camino es un itinerario, un recorrido que tiene una unidad y se dirige a una meta.
Si alguien nos puede servir de ejemplo en todo esto, si existe una persona espiritual, ungida por el Espíritu, es María, la “llena de gracia”. Toda su vida estuvo unificada por Jesús, hasta su misma concepción. En ella no hubo rupturas, ni excepciones a la entrega.
Queda claro, por tanto, que ser “el Cristo”, “el Ungido”, significa para Jesús ese estilo inundado de la belleza del Espíritu, vivir cada momento con “unción”, con el toque de Dios, como pregonero del Amor.
Desde ahí podemos comprender en lo que debe consistir la vida del “cristiano”. Desde ahí podemos construir una “espiritualidad cristiana”.
Es posible que, en muchas ocasiones, pensemos que el cristianismo es un conjunto de obras buenas que la Ley de Dios nos pide; o unos cuantos momentos de oración, realizados por obligación, por devoción o por buscar paz y sosiego; o una serie de ritos que también realizamos por devoción, o por continuar tradiciones del pasado. También podemos pensar que el cristianismo es hacer siempre lo que uno piensa, siendo coherente con sus ideas religiosas, y ayudar a los demás en todo cuanto podamos.
¿Es sólo esto? ¿No tendrá nada que ver el Espíritu de Dios con nuestro ser y actuar de cristianos? ¿El cristianismo compromete toda la vida, o ha de ser vivido “a ratos”? “Espiritualidad” no significa que hay que rezar de vez en cuando, sino que el cristianismo es un estilo de vida que brota del Espíritu Santo y que nace de nuestro espíritu, transformado por Dios desde la raíz. Significa que la fe unifica nuestras vidas y las inunda de alegría serena por la presencia de la gracia.