La vida y la muerte son dos condiciones bien distintas en los seres vivos. Entre ambos extremos, está la vitalidad: los diferentes grados de fuerza, de cercanía a la vida, de aliento, de motor, que todos experimentamos. La vitalidad es fruto de ese motor interno que llamamos espíritu, viento interior, respiración.
El espíritu, en la Biblia, tiene dos efectos principales: la unidad y la vida. Desde la primera página del Génesis, aparece el Espíritu aleteando sobre las aguas y, más tarde, penetrando en el barro del hombre para darle la vida. En la visión que el profeta Ezequiel tiene del futuro, los huesos secos son unificados y se rellenan de carne y de vida gracias a la invocación del Espíritu de Dios.
En la presentación que san Lucas nos hace de Pentecostés, la Iglesia empieza a respirar hacia fuera gracias al don del Espíritu; en ese momento, las gentes de todas las lenguas empiezan a entender un lenguaje común: Jerusalén se convierte, como prometieron los profetas, en vínculo de unidad para todas las gentes gracias al Espíritu que ha recibido esta comunidad naciente.
La vida y la unidad, la fuerza y la comunión: son los dos grandes frutos del Espíritu. En el fondo, ¿no se trata de un mismo fruto, de una misma realidad? O, al menos, ¿no están profundamente relacionados?
La esencia de la unidad
La esencia de la unidad, su causa, es la vida. Cuando morimos, nuestro organismo pierde su tarea común y cada órgano queda aislado, sin vinculación con el cuerpo, en la soledad de la muerte. La comunión es comunicación, vida transmitida, tarea compartida.
¿No sucede esto mismo en nuestras mismas relaciones? ¿Cuál suele ser, en muchos casos, la causa de separación de muchos matrimonios? La pérdida de una tarea común, de una vida compartida y de un proyecto de futuro.
Lo que más nos une no son los sentimientos, tampoco el aburrimiento compartido: nos une la vida, la tarea, los proyectos, trabajar juntos en el corazón de lo real. Por eso, tampoco une aislarse para siempre con otro, aunque pensemos que ese otro es el gran descubrimiento de nuestra vida y nos enamoremos locamente de él. El amor es siempre abierto, se despliega y necesita dar frutos. El amor es tarea hacia fuera, movimiento que se expande. La comunión necesita oxígeno, como todo lo que tiene vida.
En Pentecostés nació la Iglesia como milagro del Espíritu: nació una comunión llamada a expandirse sin fronteras, nació una misión de testimonio que nunca cesará mientras este mundo exista. Gracias al Espíritu, la Iglesia tiene tarea hacia fuera y, por ello, es comunión en construcción. O, al revés, es comunión que se construye para invitar a otros a su propia comunión.
Cuando cesa la misión, la comunión se resiente; cuando la Iglesia se cierra en sí misma, se pierde su esencia. Al revés, cuando la comunión se olvida, la misión queda infecunda: si no somos uno, el mundo no puede creer; si no nos amamos unos a otros, no nos pueden reconocer como discípulos de Jesús.
Son los dos frutos del Espíritu, son las dos dimensiones de una Iglesia significativa para la sociedad, profeta en medio de la historia, testigo de un Dios que ha creado el mundo y lo lleva a plenitud.
Celebramos cada año Pentecostés para recordar que tenemos misión y que no hemos de dar por supuesta la comunión. Celebramos Pentecostés, ante todo, para hacer memoria de que no somos nada sin Espíritu: celebramos para implorar el gran Don que nos hace respirar y transmitir la vida misma de Dios.