Hoy celebramos el día de los tres arcángeles: Miguel, Gabriel y Rafael; pero todos los habitantes de La Mancha saben que hoy se celebra, también, el día del Cristo de Urda. Desde hace siglos, esta fecha un tanto extraña sirve como referencia a la celebración del Cristo de la Vera Cruz del pequeño municipio de Urda, allí conde las llanas tierras manchegas van dejando paso a los montes de Toledo.
Se trata de una herencia de la orden de los caballeros de san Juan de Jerusalén, que tuvieron en el castillo de Consuegra su sede y muy cerca de Urda, en las faldas de los montes, el convento de los monjes de la misma orden.
A pesar de su pequeñez, esta villa recibió del papa san Juan Pablo II el privilegio de un Año Jubilar perpetuo: cada vez que la fiesta coincida en domingo, como en los casos de Compostela y otros lugares, será Jubileo del Cristo de la Vera Cruz.
Este año, el Jubileo de Urda coincide con el Jubileo universal que el papa Francisco ha proclamado para toda la Iglesia. Unos tres meses antes, como prólogo sencillo de esa gracia universal, los peregrinos se ponen en camino para encontrar en la Vera Cruz la clave de su futuro.
El lema quiere ser el mismo que el de la Iglesia universal: «Peregrinos de esperanza».
Lo de la peregrinación es un hecho que miles de manchegos relacionan con Urda: todos los años, las carreteras y los caminos que se dirigen a esta villa se llenan de peregrinos que buscan llegar temprano a la parroquia para encontrarse con Cristo, recibir el perdón, celebrar la Eucaristía y acompañar la imagen en su secular procesión de regreso a la ermita, que hoy ya es basílica menor.
Peregrinos hacia Cristo y peregrinos con Cristo, porque él se ha hecho compañero de camino y no deja de estar a nuestro lado cuando hay que avanzar, o cuando el camino se hace largo y cuesta arriba.
El tema de la esperanza, tal vez, será más novedoso para los peregrinos de Urda. El genitivo, en español, puede tener diversos matices: ¿qué significa que seamos peregrinos «de esperanza»? El genitivo podría indicar nuestra meta: caminamos hacia Cristo, que es nuestra esperanza; pero puede expresar también nuestro punto de partida: nos ponemos en camino porque tenemos esperanza; a pesar de las dificultades, sabemos que es posible avanzar, como Abraham, que creyó contra toda esperanza y, ya anciano, se puso en camino para poseer una tierra y engendrar un pueblo nuevo para Dios.
La esperanza puede indicar, también, el estilo y la compañía de los caminantes: peregrinos «con esperanza», que no se sienten solos, que llevan dentro una motivación profunda que nunca los deja.
En el fondo, se trata de saber qué tienen que ver nuestros pasos con la esperanza, nuestra propia biografía con la gran virtud de la esperanza.
¿Cuál es el gran vacío de nuestra sociedad? ¿No es, sin duda, la esperanza? En occidente, al menos, somos ricos: tenemos dinero, bienestar, podemos viajar, disfrutar de la vida; pero no acabamos de ser felices, no acabamos de encontrar un sentido al camino que recorremos, una motivación de fondo al propio hecho de vivir.
Podría suceder que, al no encontrar un motivo último para la existencia, intentamos llenar de motivos efímeros y placenteros el día a día para huir de una certeza que nos reconcome en lo profundo: mi vida no tiene meta, no tiene dirección, no tiene sentido.
Esta falta de esperanza se puede experimentar también dentro de la Iglesia: ¿qué tono tienen nuestras palabras cuando nos quejamos de la falta de vocaciones, de la falta de jóvenes en las parroquias, del escaso éxito de nuestros esfuerzos pastorales?
¿Cuál ha de ser la fuente fundamental de la esperanza en la vida de un creyente? ¿Lo que hacemos, lo que conseguimos, lo que anhelamos, Dios? Para eso nos hacemos peregrinos: para recuperar el tono de la esperanza y transmitirla a todos nuestros contemporáneos.