Es una hermosa noche de verano.
Tienen las altas casas
abiertos los balcones
del viejo pueblo a la anchurosa plaza.
En el amplio rectángulo desierto,
bancos de piedra, evónimos y acacias
simétricos dibujan
sus negras sombras en la arena blanca.
En el cénit, la luna, y en la torre,
la esfera del reloj iluminada.
Yo en este viejo pueblo paseando
solo, como un fantasma.
Comenzar este escrito con los versos del insigne maestro Antonio Machado es como dejarse mecer por las olas en una tranquila tarde de esta luminosa estación, como un despertar tras una siesta reparadora, como la brisa que entra en casa sin pedir permiso cada mañana.
El verano, la estación tan adorada como temida, llama a nuestra puerta. Les confesaré que llevo esperándola desde que se marchó el año pasado y la sustituyeron el frío y la melancolía con esos días cortos en los que la falta de luz se me antoja igual a la falta de aire y las bajas temperaturas me hielan hasta el alma.
El estío forma parte de mi esencia, nací en verano, es la estación de mi infancia, de los días infinitos, inacabables y felices. De esos juegos de calle que se demoraban hasta la madrugada sin que la prisa hubiera aún invadido nuestro vocabulario, de esos helados que se devoraban a escondidas para poder pedir uno más sin que te asaltara el complejo de culpa. No nos vencía el calor, ni el cansancio. No había quedadas por móvil, el reencuentro al día siguiente estaba asegurado. Lo único urgente era vivir cada minuto con la máxima intensidad, sabedores que llegaría de nuevo septiembre y el hechizo volvería a romperse como cada año.
Aún recuerdo a las vecinas, muchas de ellas tristemente desaparecidas, que poblaban las calles con sus sillas de enea y sus butacas, sentadas a la fresca disfrutando de la relajada charla a que invitaba la brisa de la noche. Se sentían libres de las cargas del día, del intenso calor que decían las derrotaba y reían de buena gana ante las ocurrencias de cualquiera de ellas. Siempre presenciaba sus cuitas, el intercambio de recetas y consejos acerca de las plantas que se daban unas a otras con esa solidaridad de antaño que, en los tiempos que corren, es tan difícil de encontrar.
Su hermandad las llevaba a reunirse cada noche, cual asamblea vecinal y escuchándolas una tenía la sensación de que aquellas charlas constituían en ellas una necesidad, como lo era para nosotros el juego, los helados o la piscina.
Los recuerdos que atesoro de veranos pasados y felices se mezclan, inevitablemente, con la nostalgia y el recuerdo de los que se fueron y formaron una parte importante de ellos.
En su memoria sigo honrando cada verano, el tiempo en el que mi corazón vuelve a ser feliz.