La democracia parlamentaria se basa en la representación popular. Los ciudadanos eligen a quienes consideran más capacitados (o menos discapacitados) para legislar y tomar decisiones en su nombre. Sin embargo, cuando los electores no conocen adecuadamente a sus representantes, por el secretismo partidista dominante, corren el riesgo de elegir a personas sin preparación para el puesto. Muchos lo mantienen luego por su verborrea (o, incluso, verborragia).
En muchos ambientes políticos, a derecha e izquierda, los ciudadanos ven que sus representantes utilizan estrategias discursivas y políticas que deforman la realidad, generando desconfianza y desencanto con la democracia. Verborrea significa flujo abundante de palabras, pero a menudo se usa para referirse a alguien que habla demasiado sin decir nada relevante. Verborragia se forma del latín ‘verbum‘ (palabra) y del sufijo griego –rragia (flujo o derrame), y describe un discurso excesivo, redundante o cargado de palabras sin mucho contenido.
Ambas se aprecian con excesiva frecuencia en nuestro parlamento, sin excepción ideológica o de partido; discursos extensos y vacíos de contenido parlamentario, sobrados de insultos e incoherencia y acompañados de gestos, atuendos e incluso peinados que hacen dudar de la bondad de este sistema legislativo. Una y otra se deben a variadas etiologías, manifiestas en cada intervención de casi todos cuantos hablan en la tribuna o desde su escaño. Los hay que agravan el caso mediante aspavientos que delatan su condición ‘prepolítica’.
Si no conocen el tema de que se trata, recurren a discursos extensos y vacíos para aparentar conocimiento, o llenar el tiempo sin aportar ideas concretas, con lo que prueban su incompetencia e ignorancia. Pero su verborrea no disimula su desconocimiento, sino que confirma la falta de formación general, académica y cultural, por tratarse de discursos redundantes y carentes de profundidad, llenos de frases hechas y de bulos enfangados. Se revelan presos de una táctica cuyo objetivo es salir del paso, ofender al contrario y eludir el debate, mintiendo a ojos vistas y evitando comprometerse en asuntos incómodos, o aportar soluciones bien estudiadas. Estos detestables expertos en aparentar, frustran a la ciudadanía y erosionan la confianza en el sistema democrático.
Frecuentemente los debates se convierten en una sucesión de insultos, sumados a mensajes sin sustancia. Se pierde el recto sentido de la deliberación parlamentaria, que es el análisis serio y fundamentado de los problemas. La percepción es de ineficiencia. El efecto, el distanciamiento entre los representantes y sus electores. El resultado, que se debilita la legitimidad de las instituciones.
En mi opinión, el problema radica en que el acceso a la función política, depende hoy más de tácticas electoralmente productivas (publicidad, carisma de diseño y campañas mediáticas con bulos y lemas chillones), que de los méritos personales (honradez, competencia, tenacidad y ejemplo moral). Así, personas con trayectorias cuestionables, llegan a posiciones de poder más frecuentemente que otras con integridad y vocación de servicio.
El sistema ideal tendería, a que sólo quienes demuestren cualidades morales y un historial intachable, puedan ocupar cargos públicos. Lejos de la utopía, sí debería lucharse en favor del liderazgo genuino, que se reconoce por la capacidad de inspirar, guiar y actuar con coherencia y ética, independientemente de la ideología o creencias personales. Así como en la enseñanza, donde un buen profesor atrae estudiantes por su pasión, claridad y compromiso, en la política los líderes deseables deberían destacar por su integridad y efectividad, y no sólo por su retórica o habilidades de campaña… O por la capacidad de mentir y, al mismo tiempo, de negar sus propias mentiras.
La educación cívica debe ir más allá de enseñar conceptos teóricos «adaptados» sobre democracia o instituciones. Debe fomentar en los ciudadanos la capacidad crítica para identificar a los líderes genuinos, los que demuestran su valía mediante acciones concretas. Un electorado así valoraría negativamente las verborreas, las verborragias y los títulos, incluso los académicos, logrados mediante favores partidistas.
Vicente Calatayud Maldonado. Catedrático Emérito de Unizar