Para el libro del Deuteronomio, el monoteísmo es la raíz del moralismo bíblico: porque solo hay un Dios se deben cumplir sus mandamientos. La alianza, la relación con Dios, tiene como contenido el cumplimiento de su voluntad. Sin ello, la alianza se rompe y el pueblo será expulsado de la Tierra Prometida.
La fe bíblica, por tanto, no es un conjunto de afirmaciones teóricas sobre el ser de Dios, sino la afirmación de su presencia, de su cercanía al pueblo, con la llamada continua a la responsabilidad.
También para el Nuevo Testamento, para la fe de la Iglesia, la confesión de un Dios que es uno y es Trinidad, se convierte en la esencia de su vida, en el estilo y el contenido de su forma de actuar.
Para el monoteísmo del Antiguo Testamento, la voluntad de Dios es torah, ley, justicia, amor sin reservas.
Para el monoteísmo del Nuevo Testamento, en el que hemos aprendido a conocer a Dios por dentro, la voluntad de Dios es comunión, filiación, amor sin límites, misericordia para todos.
En ambos casos, en perfecta continuidad, la fe es la raíz del comportamiento, y el comportamiento tiene como esencia el amor.
Los profetas bíblicos se quejan, a menudo, de la falta de fidelidad del pueblo: su fe es idolátrica y su comportamiento no se fundamenta en la justicia. En muchas ocasiones, la religiosidad se vive de forma vacía, sin relación con la vida cotidiana, sin compromiso; podría parecer que el culto no implica un comportamiento ético exigente.
Esta ruptura entre la religiosidad y la ética también se ha dado en la modernidad, solo que con consecuencias contrarias. El antiguo pueblo elegido parecía refugiarse en el culto, olvidando la ética; ahora, en cambio, la ética se ha convertido en la esencia de la religión, llegando a sustituir el culto y la misma fe en Dios.
Hace unos días, oía hablar a un sacerdote sobre Dios de una forma un poco extraña. No recuerdo qué teólogo dijo que estaba leyendo, no sé si comprendí bien sus palabras, pero daban la impresión de situarse en la línea del panteísmo, donde Dios se identifica con nuestra propia realidad. Creí entender que se decía que Dios no era un sujeto diferente a nosotros, sino nuestra propia fuerza interior, que Dios no tenía Hijos que pudieran venir a encarnarse, que no intervenía en la historia… Jesús habría sido un hombre más, que vivió esta religiosidad universal de una forma plena: habría que imitarle para encontrar el camino pleno del hombre.
Todos los que lo oímos quedamos un poco perplejos; ciertamente, ese no es el Dios bíblico. Si algo afirma la religión judeo-cristiana es la trascendencia de Dios, su condición de sujeto personal que no se puede confundir con las cosas creadas. Si el panteísmo es verdad, la Biblia es mentira.
Por otro lado, tampoco es esa la religiosidad de Jesús de Nazaret, él no pensaba así. Dios es Abbá, no nuestra interioridad común, o una fuerza impersonal que todo lo mueve.
La oración es una de las claves de la religiosidad bíblica: ¿a quién tendremos que hablar si nadie existe que pueda escuchar nuestras plegarias? El amor es la esencia de la ética y de la religiosidad: ¿a quién debemos amar si no existe sujeto trascendente a quien podamos acudir? El amor sería un sentimiento interior o una relación meramente humana con los demás; nosotros no habríamos sido amados antes de existir, nadie nos ama realmente con un amor radical, porque no existe sujeto capaz de amar.
La fe en la Trinidad es algo muy serio, que la Iglesia ha tenido que profundizar y defender durante siglos: ahí nos jugamos la fidelidad a Jesús de Nazaret y la verdad de la revelación bíblica.
Esta jornada nos invita, con todos nuestros hermanos contemplativos, a meditar en la verdad de nuestra fe y a vivir las consecuencias que conlleva esa fe para nuestro comportamiento.