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Vivimos peor que nuestros padres

vivir peor que nuestros padres HP
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H. Peco

Apuntaba Gil de Biedma aquel célebre verso que hemos repetido hasta convertir en mantra. “Que la vida iba en serio, uno empieza a comprenderlo más tarde -como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante” y puede, sin miedo a equivocarme, que alguna vez aspirase a ser uno de esos tantos que sueñan en grande quizás porque todo lo tuvimos demasiado fácil, aunque los años haya ido poniendo la vida cuesta arriba y la haya dejado asumir la delantera, para que hoy sea un conjunto de yaveremos.

En mi caso no he sido niño de papá; de hecho, siempre he omitido las tildes al referirme a mis progenitores y ellos siempre me entendieron, aunque es posible que alguna vez hayan aspirado a tenerlo de forma secreta, pero nunca me lo reprocharon. Y es curioso que, educados en la misma familia, mi hermana diez años después, sí que la ha usado siempre. Pero éste, puede que sea un tema del que os hable en otro momento.

En el de hoy, me gustaría centrarme en una verdad absoluta que no busca convencer y que espero no suene a cuñadismo de barra e indolencia contra los datos, porque aviso que esto que defiendo lo baso en mi vida personal y en otros tantos ejemplos que he vivido de cerca como son mis amigos, o los vecinos de mi barrio.

Desde que nací en el 88, mi padre ha sido el único que ha generado ingresos para el hogar. Mi madre ha ejercido siempre como cuidadora y en su carnet figuraba una profesión hoy mal vista que es la de ama de casa. Mi padre siempre ha sido un currela, uno de esos tipos que fue adulto antes de tiempo, que empezó a trabajar como peón de obra con los dientes de leche recién caídos y ahí fue aprendiendo oficios.

Albañil, camarero, trabajador de los montajes; uno de esos hombres a los que Bergareche podría endosarle la definición de esforzados cumplidores de un porvenir escaso que apenas dejan más rédito que el de la mera supervivencia. Nunca se le conoció un trabajo estable, aunque tampoco tuvo nunca un día de descanso. No fue hasta el 2003, cuando se produjo el grave accidente de Repsol en Puertollano, cuando tras días de protestas y antidisturbios, consiguieron que las empresas subcontratadas llegasen a un acuerdo por el que las plantillas conseguían el respaldo de la continuidad.

El caso, es que con un empleo destinado a persona de clase obrera -y con orgullo-, mis padres consiguieron ir ahorrando como hormiguitas hasta tener varias propiedades y una cuenta corriente solvente, sin que hayan tenido que someterse nunca a la presión de las hipotecas y los cambios de tipo. Es cierto que la ropa de marca sólo llegaba a mi armario de vez en cuando, que las vacaciones en la playa no fueron una tradición, pero teníamos de todo y lo mejor, me brindaron la posibilidad estudiar en la Universidad en una ciudad como Madrid, con un objetivo: que viviese mejor que ellos.

Visto todo desde este momento y situando lo que soy frente a lo que fueron en una balanza, es evidente que poseo una formación mucho mayor que mis padres, con mi licenciatura y mi máster, que tengo un trabajo más cómodo que el que mi padre pudo soñar nunca, que he visitado más países que ellos, pero a mis 35 años, no tengo propiedades que me haya ganado con mi trabajo, no tengo formada una familia y he renunciado a ciudades como Madrid porque aspiro a no compartir piso hasta la jubilación que es como todavía viven muchos de los que compartieron Facultad conmigo.

Sin darnos cuenta somos la generación que vivió el cambio de la peseta al euro y nos tocó aceptar que los Cheetos dejaban de costar cinco duras y pasaban a valer veinte céntimos. Somos los que aceptamos que las tiendas de todo a 100, pasaban a ser las de todo a un euro, a cambio de ser igual que el resto de países europeos.

Ahí reventaron los bolsillos españoles, nos equipararon a economías que funcionaban a ritmo diferentes y con países con escalas salariales que nada tienen que ver con el nuestro. Ganaron los países europeos más ricos porque estrenaron Mercedes, y España sonreía porque estrenaba Mercedes de segunda mano.

De ahí, que muchos jóvenes que hemos vivido esa transición europeísta nos midamos a un futuro incierto. Somos la generación mejor preparada -al menos con más títulos académicos que lo avalen-, somos los que más sellos hemos puesto en nuestro pasaporte y los que más guapos salimos en las fotos de Instagram, pero también somos la generación que más vive en lo inmediato. No tenemos planes de futuro, nos cuesta el compromiso de pareja, hemos aceptado que compartir piso con gente con inquietudes parecidas puede molar, y hasta nos parece que el 80% de nuestro sueldo se destine a eso. Somos la generación que se reía de los mileuristas antes de pisar la Universidad y que hoy acepta segura que cobrar 1.500 euros es la leche.

Somos una una generación de cristal, donde se está asentando la idea que opositar es lo único que permitirá la estabilidad a medio y largo plazo. Ése es el rumbo que llevamos en un país que pierde profesionales, donde falta mano de obra cualificada en sectores donde siempre la hubo como la hostelería y todo por una razón de fondo: queremos ser como el resto de Europa, cuando seguimos teniendo nuestro propio ritmo y estilo de vida.

Tengo mi coche nuevo, una casa heredada que no he pagado, un trabajo estable. No tengo novia -candidatas por privado-, y suelo viajar de vez en cuando. Pese a todo, no hay quien me quite de la cabeza que vivo peor de lo que lo han hecho mis padres.

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